Prisionera de Stalin y Hitler
Margarete Buber
1 diciembre, 2005 01:00Margarete Buber. Foto: C.L./G.G.
La desgarradora experiencia de la alemana Margarete Buber, opuesta al nazismo junto con su marido Heinz Neumann desde las filas del partido comunista, tal vez sea el más lacerante paradigma de la brutalidad que generaron las aberraciones ideológicas del siglo veinte.
El periplo de Grete Buber, muy diferente pero igualmente angustioso, estuvo marcado por los hierros calentados en la forja de otra sinrazón: la joven intelectual y su marido, que en 1932 renunció a su cargo en la oficina política del PC alemán por divergencias ideológicas con la Internacional, huyen del nazismo y buscan refugio en la Rusia que promete justicia y democracia comunistas. Pero en febrero de 1937, dos años después de su llegada a Moscú, Stalin emprende las grandes purgas de trotskistas y revisionistas, inicia los procesos y los asesinatos en serie de las capas dirigentes del partido y del ejército, encarcela a los sospechosos, instaura el reino de la delación mediante la arbitrariedad "contrarrevolucionaria" y siembra el país con el alambre de espino del archipiélago Gulag. Los Buber-Neumann, como la mayoría de los comunistas llegados de otros países, que han tenido contactos con un amplio abanico de intelectuales de izquierda, son objeto del recelo stalinista y enviados a su respectivo campo de concentración.
La autora cuenta con todo detalle, sin obviar los escabrosos giros del universo concentracionario soviético, los años vividos como cautiva "política", despreciada por los presos comunes, bajo el imperio de las chinches, el frío paralizante, el hambre y los castigos en el campo siberiano de trabajos forzados de Karaganda. A su inimaginable cautiverio siberiano tan sólo le pone fin otra jugada absurda de la historia: el pacto Hitler-Stalin, que incluía la entrega de los alemanes refugiados en Rusia. Aún en 1939 la izquierda europea no se había dado por enterada de los procesos de Moscú y mantenía su luna de miel con el comunismo soviético. Grete Buber sufrirá en carne viva tal ceguera durante muchos años. Entregada a la Gestapo y enviada a un campo de concentración alemán, el de Ravensbröck, se arrastrará de nuevo entre barracones y alambradas. Pero en este perfil carcelario muchos centenares de miles de judíos, gitanos, gentes de países ocupados, desvalidos, ancianos y enfermos mueren en la ignominiosa enfermería de los campos mediante una inyección en el corazón, para ser transportados a los crematorios, o son encaminados directamente a las cámaras de gas. Y, entre la desolación y el abismo, un encuentro que ennoblece tanto horror: allí encuentra a Milena Jesenska, la antigua amante de Kafka, la destinataria de Cartas a Milena, cuyo latido la redime de forma pasajera de tanta oscuridad.
El sobrecogedor testimonio de este libro deja un inevitable poso amargo en el pecho, pero es el trago que nos ha legado el siglo XX. Sin embargo, por injusto y atroz que parezca el cúmulo de peripecias que pisotean toda esperanza, hay en este testimonio motivo para un par de reflexiones. Una la apunta en el prólogo Antonio Muñoz Molina: esta obra merece sobrevivir como prueba alentadora de la capacidad de resistir de la inteligencia, "más perdurable que la doble conjura totalitaria que estuvo a punto de aniquilarla en Europa". La otra nos la ofrece la propia autora. "Si alguien me preguntara cómo fui capaz de sobrevivir siete años en dos campos de concentración, le contestaría: porque siempre encontré a alguien que me necesitaba. Cada día me ocupaba un nuevo deber y una nueva angustia". Es la única brizna de generosidad a la que uno puede asirse en los pozos nauseabundos de la historia.