Ensayo

Isaac Newton

James Gleick

22 diciembre, 2005 01:00

Isaac Newton

Traducción de A. Puigròs. RBA. 255 páginas, 19 euros

"último de los magos" llama a Newton el economista Keynes al examinar parte del abundantísimo material que dejó inédito. Más que el primer faro del siglo de la razón que una tradición posterior nos ha transmitido, Newton fue para él "el último de los babilonios y de los sumerios, el último gran espíritu que observó el mundo con la misma mirada que aquellos que comenzaron a construir nuestro patrimonio intelectual hace diez mil años".

Genio peculiar y extraordinario, tentado por la alquimia, teólogo herético, espíritu apasionado, descubrió una gran parte del núcleo medular del conocimiento humano. Fue el principal arquitecto del mundo moderno que dio respuesta a los antiguos enigmas filosóficos sobre la luz, el movimiento, la gravedad o la dinámica celeste. La que se llamó Revolución Científica del siglo XVII había ido pasando de Copérnico a Kepler, de éste a Galileo y de él a Newton quien, con la publicación de su libro en 1687, puso fin a la cosmología aristotélica que venía tambaleándose tras los ataques de Galileo y de Descartes.

Contra este último y sus tesis del éter propugna Newton una teoría corpuscular de la luz que choca también con la ondulatoria defendida por Hooke. De hecho, sus trifulcas con Hooke debieron de ser memorables y no sólo en ese tema sino, sobre todo, por las acusaciones de plagio en la teoría de los movimientos celestes basadas en la ley inversa del cuadrado de la distancia para la atracción gravitatoria. No menor fue su rivalidad con Leibniz sobre la prioridad en la invención del cálculo infinitesimal. Ambos lo habían introducido de manera independiente y, si Newton había sido el primero y descubierto más cosas, Leibniz en cambio publicó sus resultados para que pudieran ser juzgados. El secretismo de Newton acabó generando una falsa competencia y provocando tal vez oscuras emociones de ambos protagonistas que estuvieron a punto de eclipsar una gloria que hoy aparece compartida.

Ese hermetismo con que velaba sus trabajos, pese a haber descubierto seguramente más que nadie antes, se compadecía muy bien con la vida puritana y obsesiva de un Newton sin parientes ni amigos. Huraño e incómodo en sus relaciones con los demás, perseveró en su reclusión hasta alimentar rumores sobre su estado mental y su pérdida de capacidad para el razonamiento filosófico. Y esto ocurría cinco años después de haber dado a conocer sus Principia, los principios matemáticos de la filosofía de la naturaleza, uno de los libros culminantes de la historia de la ciencia que comienza a elaborar tras dejar de lado los hornos alquímicos y los manuscritos teológicos en los que con tanto fervor se había volcado.

Extraña personalidad que deslumbra por las luces de su inteligencia y por la influencia que sus ideas han ejercido en la comprensión del mundo y de la ciencia, pero que al mismo tiempo deja cierto sabor ácido por su imagen de hombre insociable, presto a discutir con todos los grandes hombres que se cruzaron en su camino. Con habilidad traza Gleick su biografía, salpicada con descripciones, perfectamente asequibles, de los argumentos científicos que se iban produciendo, de modo que podemos seguirla casi como si se tratara de un reportaje. Lo que no es pequeño mérito.