Ensayo

La era del siervoseñor. La fiolosofía, la publicidad y el control de la opinión

Dominique Quessada

5 octubre, 2006 02:00

Traducción de Josep María Ventosa. Tusquets. Barcelona, 2006. 430 páginas, 22 euros

La esfera de la publicidad se extiende hasta tal punto por todos los registros de la vida cotidiana, que cabe preguntarse si no representa el gran horizonte impensado de nuestro mundo. Invitarnos a considerarla como algo más que un fenómeno específico de comunicación; ayudarnos a enfocar su impreciso perfil desde una perspectiva novedosa y a tomar conciencia de en qué medida resulta consustancial al tipo de hombre criado en nuestras democracias son algunos de los principales atractivos de este libro.

Para ello, la obra discurre por vía paradójica, constatando la rotundidad del dominio del discurso publicitario sobre el resto de discursos existentes. De ese modo confluyen ahí las virtudes e insuficiencias del texto, la capacidad iluminadora de su atrevida tesis y el riesgo de cegar toda crítica, debido a lo exagerado de la misma.

Y es que para Dominique Quessada, doctor en filosofía por la Sorbona y experto conocedor del sector publicitario, la publicidad constituye la culminación de los ideales de la filosofía por otros medios. La oposición habitual entre filosofía, ejercicio razonado del logos, y publicidad, cultivo seductor de las pasiones, es sólo aparente. La publicidad triunfa ahí donde la filosofía ha dado muestras de fracaso: en el intento de fijar un orden de la ciudad. La publicidad ha retomado su ideal de posesión de un saber general sobre el deseo y la sociedad, encarnándolo en la realidad de las repúblicas contemporáneas mediante la fusión de la filosofía con su "otro". Asumiendo esta difuminación de verdad y retórica, la publicidad habría acabado imponiéndose como el discurso más apto para organizar la opinión.

Estamos ante una enésima versión de la tesis heideggeriana del acabamiento de la filosofía, limada de asperezas. Quessada analiza el papel de la ironía en la publicidad, su empleo de motivos filosóficos y su modo de satisfacer nuestro "hermafroditismo latente". También explica así por qué la publicidad es el imperio de un texto previo fijado visualmente. Pero ya su descripción de la nueva figura emergente en el mundo contemporáneo, incapaz de resolver la contradicción de ser a la vez señor de sí mismo y siervo del mercado, comporta cierta valoración negativa.

Menos convincente resulta su apelación a campañas publicitarias que ridiculizan este paraíso consumista como garantía de que la publicidad podrá satisfacer nuestras exigencias de crítica. Exagera además la presunta comunidad de intenciones entre filosofía y publicidad: ésta no busca hacer más inteligible nuestro mundo, sino vender. Su propio libro desmiente tan superficial analogía, puesto que el suyo no es un discurso publicitario, sino filosófico. Sin la distancia crítica que establece la reflexión, tampoco habría ética de la publicidad posible ni el tipo de contestación de los movimientos "antipub" y "no logo". Pese a estas reservas, el libro, excelentemente traducido, entretiene y provoca.