Image: Economía y literatura

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Ensayo

Economía y literatura

VV.AA. Luis Perdices y Santos Redondo (Coord.)

22 febrero, 2007 01:00

El libro analiza la sagacidad económica de Josep Pla

Ecobook,Instituto de España-Comunidad de Madrid, 2006. 660 páginas, 38 euros

La economía y la literatura mantienen tendidos más cabos de lo que, a veces, se piensa, y anudados de muy diversas formas. Manuel Santos Redondo y José Luis Ramos Gorostiza exponen en la Introducción Metodológica, en esta línea, que hay economistas autores de brillantes obras literarias, como José Luis Sampedro o Valentín Andrés, a los que habría que agregar otros españoles ilustres: en poesía, Jovellanos, un inspirado prerromántico, como destacó Guillermo Carnero, o en nuestros días, José Antonio Muñoz Rojas.

Por otra parte, la literatura ofrece descripciones -a veces, inmejorables- de fenómenos económicos. La novela del XIX parece ser la más propicia a esta función. Así, Dickens, cuando refleja la pobreza urbana de la Inglaterra industrial y victoriana en Oliver Twist, según muestra Pedro Schwartz en su capítulo, y también Honoré de Balzac, relator del procedimiento de quiebra en La Comedia Humana, analizado por Francisco Cabrillo. María Blanco plantea una sabia y sugestiva relación entre las reformas de Haussmann en el París del Segundo Imperio y la obra de Zola. En España, en torno a 1900, hubo escritores atentos al fenómeno de la industrialización vizcaína -Blasco Ibáñez, Maeztu-, como expone Amando de Miguel, aunque muchos escritores de la generación del 98 quedaron fijados por la preo-cupación hacia la España interior, atrasada e improductiva. Algunos tenían conocimientos de economía que iban más allá de lo habitual, incluso en personas cultivadas. Maeztu era uno de ellos, y así lo confirma Jesús M. Zaratiegui; más sorprendente es el caso de Unamuno, cuya biblioteca de libros de economía asombra por la calidad y el número de obras que contenía, según se recoge en el capítulo de Fernando Méndez Ibisate. El portugués Fernando Pessoa poseía asimismo una buena cultura económica, y llegó a escribir diversos artículos sobre esta cuestión, en una línea favorable a la libertad de mercado, como revelan José Luis Ramos Gorostiza y Santos Redondo. Mención particular merece, en sendos artículos de Santos Redondo y de Alfonso Sánchez Hormigo, Leopoldo Alas, Clarín, catedrático de Economía Política, quien defendió posiciones sociales de carácter reformista, en la línea de otros miembros de la Institución Libre de Enseñanza. Sánchez Hormigo, en otro ensayo, sitúa al economista y escritor Valentín Andrés en el universo de Ramón Gómez de la Serna.

Sorprende gratamente -como todo en su obra- la sagacidad económica de Josep Pla. Luis M. Linde analiza su perspectiva liberal, ferviente antimonopolista y favorable explícitamente a las tesis de Keynes, al tiempo que se muestra partidario de la estabilidad monetaria. Aunque ya en los 60 se pronuncia a favor de la autonomía política de Cataluña, Pla advierte del coste que esta fórmula puede acarrear a los ciudadanos en forma de impuestos. Regeneracionista, y radical en sus opiniones sociales, fue el joven Azorín, a quien Juan Velarde sitúa en un impresionante friso generacional. Son muy interesantes los párrafos que dedica al asunto de las protestas de los jóvenes escritores -Azorín entre ellos- ante la concesión del Nobel a Echegaray, y la influencia que pudieron tener en dicho incidente algunos economistas de la época. Al Echegaray, ingeniero, político y dramaturgo, dedica su ensayo Jordi Pascual, destacando algunos personajes y situaciones de sus dramas relacionados con el mundo económico.

Hubo casos de obras literarias escritas con la finalidad de propagar ideas sociales, por ejemplo, Harriet Martineau, según explica Elena Gallego, pero más frecuente es el hallazgo de valoraciones sobre cuestiones económicas en autores aparentemente alejados de este mundo. Así, José Jurado se ocupa de la noción de consumo suntuario en la Ilustración, Carlos Rodríguez Braun examina la noción de justicia y de clemencia en El mercader de Venecia, y Santos Redondo y Ramos Gorostiza, en un capítulo, y Luis Perdices y John Reeder, en otro, demuestran que Cervantes era, en asuntos económicos, no menos inteligente que en asuntos del alma; lo confirma su mordaz crítica del arbitrismo, aunque tampoco resultara inmune a determinados prejuicios sociales. Cosa muy distinta fue el Quevedo del Chitón de las Tarabillas, donde se llega a elogiar la desastrosa devaluación de la moneda de vellón llevada a cabo por Felipe IV, según muestra José I. García del Paso. Estrella Trincado pone final feliz a esta obra con un ensayo sobre Borges y Cortázar: más que de economía, sus páginas revelan cómo la lógica de una economista se abre paso en los mundos de fantasía y realidad de ambos escritores argentinos.