Image: La guerra eterna. Partes de la guerra contra el terrorismo

Image: La guerra eterna. Partes de la guerra contra el terrorismo

Ensayo

La guerra eterna. Partes de la guerra contra el terrorismo

Dexter Filkins

23 octubre, 2009 02:00

Dexter Filkins. Foto: M. Gambarini

Trad. de Enrique Herrando. Crítica, 2009. 432 pp., 29’90 e.


La escena con la que se abre el libro es dantesca. En una noche de noviembre de 2004 seis mil marines han entrado a pie en la ciudad iraquí de Faluya, bastión de la insurgencia sunní, y un pelotón ha tomado posición en una azotea. Al estruendo de las explosiones se suman las llamadas a la guerra santa contra el invasor lanzadas desde los minaretes y el sonido de un altavoz a todo volumen que enardece a los marines con "Hell’s Bells", la canción de AC/DC. Cabe suponer que ningún insurgente pudiera entender la letra pero si lo hubiera hecho habría visto confirmada su visión de EE.UU. como un poder satánico, al oír la amenaza de AC/DC: "voy a llevarte al infierno, ¡voy a por ti, Satán va a por ti!" Siguen las escenas de combate nocturno contra un enemigo casi invisible, cuando por las calles de Faluya avanza el pelotón de marines al que acompaña Dexter Filkins (1961), corresponsal del New York Times . No es extraño que su libro La guerra eterna haya sido aclamado en EE.UU. porque las crónicas de Afganistán y de Irak que lo integran tienen una enorme vivacidad. Durante años llenó sus cuadernos de observaciones, relatos y entrevistas, en un momento en el que las puertas del infierno parecían haberse abierto en Irak.

Filkins narra muchos horrores pero mantiene siempre su sentido del humor. Su propósito, que logra plenamente, es ofrecer una visión de lo que supone vivir en un país ocupado por fuerzas extranjeras y sometido a una feroz guerra civil que se combate mediante atentados indiscriminados, secuestros y limpieza étnica. Es decir, mucha sangre, mucho dolor y también la necesidad de tirar para adelante, de redondear los ingresos familiares por cualquier procedimiento. Una y otra vez aparecen iraquíes que confiesan a Filkins su odio a los ocupantes y su deseo de que se retiren, pero al mismo tiempo aceptan el dinero para proyectos locales que los americanos distribuyen a manos llenas para ganarse su apoyo. Quizá la entrevista más notable del libro sea la que le concedió a Filkins un insurgente sunní, Abu Marwa, quien le explicó cómo había tenido que matar a dos sirios de Al Qaeda, porque estos habían secuestrado, torturado y asesinado a su tío materno, que era chií. Para él, como para muchos otros iraquíes, la venganza familiar tenía prioridad. La entrevista con Abu Marwa se la había proporcionado a Filkins un intermediario, Ahmed, que tenía una enorme afición a los dólares, y cuando tiempo después los americanos detuvieron a Abu Marwa sus familiares acusaron a Ahmed de haberle traicionado y le exigieron una indemnización, que según el apesadumbrado Ahmed debería ser de 35.000 dólares. Sus amigos locales le dijeron sin embargo a Filkins que, con tantas muertes como había en Irak, la cuantía de estas indemnizaciones se había reducido y que teniendo en cuenta que a Abu Marwa ni siquiera le habían matado 3.000 dólares serían suficientes. Filkins le dio 6.000. La guerra eterna no ofrece análisis estratégicos ni consideraciones morales generales. No discute por qué se invadió Irak ni si fue una decisión acertada. Ofrece, en cambio, relatos fascinantes de primera mano.