Image: Dragones de la política

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Ensayo

Dragones de la política

Pedro González-Trevijano

10 septiembre, 2010 02:00

San Jorge luchando contra el dragón, óleo de Tintoretto (1560)

Prólogo de M.Vargas Llosa. Círculo/Galaxia Gutenberg, 2010. 214 páginas 22 euros


Cuando se acercaban los días del reposo estival se nos planteó el agradable dilema de qué libros meter en la maleta. ¿Quizá ese ensayo sobre filosofía política o esa historia de las crisis financieras que tan buena crítica han tenido? ¿O sería mejor dejar esos libros para el retorno y llevarse algo más apropiado para leerlo en una terraza o bajo una sombrilla? ¿Qué tal una galería de monstruos? Esta última es la propuesta de Pedro González-Trevijano (Madrid, 1958) en Dragones de la política, un conjunto de breves esbozos de personajes históricos que, desde el mítico Aquiles hasta el hoy desprestigiado Fidel Castro, tienen en común haber sido percibidos por algunos de sus contemporáneos o sucesores como héroes sobrehumanos. "Dragohumanos" los llama González-Tervijano y Mario Vargas Llosa observa divertido en su prólogo que comparten un rasgo esencial de la idiosincrasia del dragón, el de ser a la vez "majestuoso, imponente y ridículo".

La galería comienza, como no podía ser menos, por el héroe más imponente de la Grecia clásica, Aquiles el de los pies ligeros. Habiendo tenido la fortuna de recibir un buen barniz de cultura clásica en el colegio, este personaje homérico, que Pedro González-Trevijano se niega a considerar puramente legendario, puebla los recuerdos de mi niñez, pero nunca le consideré mi héroe. Como la mayoría de los lectores modernos de la Iliada, supongo, yo siempre preferí a Héctor, un personaje mucho más humano que el irascible matador de hombres engendrado por la divina Tetis. Fue sin embargo un personaje que fascinó a los griegos y siguió siendo evocado por la literatura durante milenios, hasta los poemas de Auden y Paul Valéry, como recuerda oportunamente González-Trevijano, quien concluye con la mención de una obra verdaderamente extraordinaria que muestra la altura alcanzada por el genio griego: Las troyanas de Eurípides, que no canta como Homero las hazañas de los guerreros victoriosos sino que pone en primer término el triste sino de las mujeres vencidas.

El bestiario, que incluye a nobles figuras como Simón Bolívar, quien más recuerda a un San Jorge liberador de la princesa, y a ídolos abyectos como Hitler, es abrumadoramente masculino, pero en ello el machismo viene del tema, no de la selección realizada. Sólo una mujer, una mujer que vistió coraza y cabalgó entre guerreros, encabeza un capítulo: Juana de Arco. Su inquietante historia, que une violencia y sacralidad, concluye con la exclamación famosa y quizá apócrifa de uno de sus perseguidores: "¡Estamos perdidos! ¡Hemos quemado a una santa!".

No es la santidad en cambio un rasgo que podamos evocar a propósito del único papa de la galería, el terrible Julio II della Rovere, prototipo del pontífice político y guerrero del Renacimiento, miembro de una familia cuyo nepotismo era excesivo incluso para la Roma de la época, aunque la historiografía nacionalista italiana haya preferido concentrar su condena en otra familia pontificia, corrupta también y además española: los Borgia. A Julio se le recuerda hoy sobre todo como protector de Miguel Ángel, quien esculpió para su tumba el extraordinario Moisés de San Pietro in Vincoli. Erasmo no se dejó sin embargo impresionar por sus éxitos militares ni por sus empresas arquitectónicas y le retrató para la posteridad en un panfleto satírico: Julio expulsado del cielo.

Una colección de ilustraciones, en la que los protagonistas alternan con los dragones mitológicos, completa el libro. Aparece allí el espléndido óleo de Tintoretto -San Jorge luchando contra el dragón (1560)- en que una princesa algo rolliza huye agitando su gran manto rosáceo, mientras al fondo el caballero de calzón también rosáceo hiere con su lanza a la bestia. Se encuentra asimismo un cartel de denuncia en el que la cruz gamada se trasmuta en el más siniestro de los dragones. Y Stalin se muestra en cambio con la plácida imagen del tío sonriente y bonachón cuyo retrato contempla embelesado un niño rubio.