Ensayo

Tren fantasma a la estrella de Oriente

Paul Theroux

17 septiembre, 2010 02:00

Trad. M. Martínez-Lage. Alfaguara. 671 pp. 17 euros


Paul Theroux (quien lo probó lo sabe) es una de las dos o tres incuestionables autoridades vivas de la literatura de viajes. Contribuyen a ello una mirada lúcida y ajena a la vez, cierto cinismo celebrativo, la amenidad, la sencillez de su prosa y una cualidad quizá más rara que todas ellas: la inteligencia. Quienes hayan leído obras como la magistral En el Gallo de Hierro sabrán a lo que me refiero; quienes no, imaginen un viaje junto a un amigo que hace que dirijamos la mirada hacia el lugar preciso. Evita una de las peores lacras del género: la autocomplacencia y la mitomanía.

"El viajero -asegura- es el más codicioso de los mirones románticos y en algún lugar bien escondido de su personalidad se encuentra un mundo de vanidad y de presunción que resulta imposible de deshacer, además de una mitomanía rayana en lo patológico". Theroux viaja con ese sentido que cualquiera de nosotros ha podido reconocer en sí mismo durante algún viaje a un país ajeno, una sensación de extrañeza y de insustancialidad, como si se volviera un poco espectral entre las personas reales que componen ese paisaje.

En esta entrega se vuelven a recorrer muchos de los paisajes que ya recorrió el autor en El gran bazar del ferrocarril y En el Gallo de Hierro, pero el libro tiene un plus de calidad añadido. París, Estambul, Bangalore, Hanoi, Tokio, Bangkok, todos son paisajes therouxianos de entrada, pero el Theroux que viaja ahora es tal vez más sabio, o quizá más viejo, o más compasivo sin dejar de tener ese vibrante cinismo que le es tan propio. El resultado es un libro en el que los paisajes nuevos se solapan a los viejos, pero sin la nostalgia a la que se habría deslizado un autor menos inteligente, y como siempre, la mitad del libro lo componen la inmensa galería de "secundarios". Los, hay, en este casos, célebres, como Omar Pamuk, durante una cena en Estambul y Murakami en Tokio, y el resto conforma una especie de enorme masa asaltante.

Una de las mejores cualidades de los viajes de Theroux es su envidiable capacidad para hacer que las conversaciones banales se conviertan en verdaderos encuentros. No trata de hacerse el simpático con el autóctono, pero le respeta con una especie de extraña distancia que acaba contribuyendo mucho a la fantasmagoría propia de sus viajes. No parece aventurado decir que este libro sólo podía haber sido escrito por alguien que viaja en tren porque tiene de una manera extraña la prosodia misma de los trenes, esa mezcla entre "ideas ligeramente inadecuadas" y vagarosas, mezcladas con la mundanidad de un viaje que suena, se respira, se huele, tras la ventanilla, siempre un poco irreal, de un vagón.