Image: Nada es bello sin el azar. Quince episodios sobre pintura

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Ensayo

Nada es bello sin el azar. Quince episodios sobre pintura

Artur Ramón

15 febrero, 2013 01:00

Cristo muerto, de Antonello de Messina

Elba. Barcelona, 2012. 148 páginas. 21 euros


Como humanos, estamos provistos de sentido de la vista. Este dispositivo lo llevamos "de serie". Si queremos además de ver poder mirar, tendremos que adquirir ese extra a cambio de tiempo y dedicación, que son los medios de pago en el mercado del desarrollo personal... Pero si sigo por aquí me voy a perder. Mejor le propongo al lector esta prueba: ponga ante usted uno de los cuadros de los que habla Artur Ramon en el libro que comento. Contémplelo y anote lo que vea. Luego compare con lo que dice del mismo cuadro el autor. Hay media docena de detalles que seguramente usted no ha visto. Usted y yo tenemos dos ojos, pero este señor parece que tuviera tres. Y el tercero con la lente de un cuentahílos. Ese tercer ojo especial se llama cultura visual. Es cada vez más difícil de encontrar, amenazado como está por visitas virtuales y bancos de imágenes, y por una noción utilitaria de nuestra relación con las obras de arte. Hay un ingenio llamado Nintendo 3DS, que te ofrecen al entrar en el Louvre, que suple técnicamente el mirar (te acerca a cualquier rincón del cuadro, amplía detalles...). Sólo falta que nos alquilen también una prótesis para el goce.

El libro que comentamos es en definitiva un homenaje a esa capacidad de mirar (y gozar), que hace posible identificar al autor de una tabla del siglo XV con solo echarle un vistazo. Son muchos los casos como este, que Artur Ramon recoge como si se tratara de lances cinegéticos. En buena parte, de lo que habla es de gajes de su oficio: anticuario e hijo de anticuario, galerista, historiador del arte (se reconoce discípulo del gran José Milicua, discípulo a su vez del gran Roberto Longhi). La otra parte de su discurso es consecuencia de un genuino amor (afición, devoción) por la pintura. Todo ello le ha proporcionado una relación familiar con las obras nada común. Estamos acostumbrados a leer las reflexiones de estudiosos plúmbeos o perspicaces, pero cuyo contacto con su objeto de estudio es mental, como si se diera entre entes metafísicos. En el caso de Artur Ramón, las obras son objetos con peso y tamaño, que a veces ha comprado y vendido, ha visto colgar y descolgar en casas o limpiar hasta sacar a la luz lo que no veía. Objetos que además le gustan a rabiar.

Llevado por esa pasión que implica conocimiento, ha escrito quince breves ensayos sobre pintura. Salvo un par de ellos, meras narraciones de la adscripción o el reconocimiento de un cuadro, aun así de interés detectivesco, el resto tienen un vuelo y una altura notables. Algunos son francamente memorables. Bien sea por atrevidos, como ese en que relaciona los bares de Rusiñol con los de Hopper. O por sutiles, como en el que busca y encuentra la mirada de Níobe ("la personificación más acabada de la belleza que nos ha llegado de la antigua Grecia", escribió Shelley) en otros rostros femeninos eróticos y sufrientes. O por bien contados, como ese en que narra las peripecias de una tabla de Antonello de Messina, cuya venta en una ocasión sirvió para poder llevarse el pan a la boca, en otra para dar futuro a un matrimonio y que acaba convertida en la estrella de una exposición. Pero ojo, la pequeña tabla acusa el desgaste del beso devoto de quien la llevaba en una bolsa colgada del cinturón, medio mileno atrás, buscando protección ante las inclemencias de un siglo convulso.

Un libro este, como advierte su autor, que describe el camino que lleva del connaisseur al desconocer. Con un punto de altivez y otro de genialidad, Artur Ramón nos conduce en ese trayecto en sentido inverso. Hay pocos libros sobre arte escritos en primera persona, no es frecuente querer escribir desde esa perspectiva pero más difícil es poder hacerlo.