Novela

La mujer discreta

María Jaen

17 octubre, 1999 02:00

Espasa Calpe. Madrid, 1999. 192 páginas, 2.300 pesetas

La escritura narrativa de María Jaén (Sevilla, 1962) es discontinua y escasa, a pesar de que sus dos primeras obras -Amorrada al pilón (1986) y Sauna (1987)- parecían presagiar un ritmo acelerado de producción. Su actividad se ha dispersado en otras direcciones, como la televisión o el artículo periodístico, que no son casi nunca prácticas equiparables a la de narrar historias. La que se cuenta en La mujer discreta se nutre, sin duda, de muchas vivencias de la autora, plasmadas sobre todo en el personaje de Julia, que coincide con ella en algunos rasgos biográficos y hasta en la edad. Todo ello es perfectamente legítimo, claro está, y lo único que esta observación pretende sugerir es que La mujer discreta no constituye un ejemplo de invención ni se apoya en una trama compleja, sino que está conformada por observaciones sutiles, por alusiones apenas desveladas, por sucesos minúsculos y hasta borrosos, por una considerable dosis de incertidumbre acerca de algunos hechos evocados. Nos encontramos en los dominios de la novela psicológica.

Julia, que acaba de tener una hija, rememora sus años de infancia y adolescencia, alimentados por el recuerdo omnipresente de su hermana mayor, Ana, que desapareció inesperadamente de casa cuando Julia contaba 14 años. "Sus padres envejecieron de golpe, Julia tuvo que crecer de golpe. Ana no regresó. Y, forzosamente, desde aquel atardecer, la vida se convirtió en otra cosa" (pág. 85). De este modo, "Julia odió a su hermana y creció [...] maldiciendo a su hermana por haberla dejado tan sola" (pág. 91). Junto a la historia -elusiva, construida a base de elipsis- de la dificultosa maduración de Julia, se desarrollan otras dos paralelas: de un lado, la de Celia, marcada por su devoción hacia Ana -de claro signo homosexual- y por el motivo algo truculento de su pasado; de otro, la de los padres de Julia, modelo de enamoramiento y convivencia a la antigua usanza que contrasta con la desnortada educación sentimental de sus hijas o de Celia. Todo se inscribe en el recuerdo de Julia, que piensa que la vida es memoria y que se aprende a vivir "recordando los gestos, [...] las revoluciones y las lujurias más antiguas" (pág. 180). De ahí que Julia prefiera seguir manteniendo la hipótesis de que Ana continúa viva, a pesar de todos los indicios, y transmita esta falsa idea a los padres. El hecho de que sea Julia quien conserve el cuaderno de Ana e incluso lo prolongue con sus propias anotaciones personales, así como la decisión de poner el nombre de la hermana a la niña recién nacida, son otras tantas acciones encaminadas a reafirmar y consolidar lo que ya es pasado y a introducirlo en el presente, haciéndolo perdurar como ingrediente de nuestras vidas.
Pero todo este conjunto de sentimientos e ideas se halla en La mujer... mejor concebido que desarrollado: La voz narrativa tiene que explicar pormenorizadamente reacciones, pensamientos y estados de ánimo que las acciones, narradas casi siempre de modo somero y como desde lejos, apenas dejan traslucir. La calidad de la escritura, patente en episodios como el reconocimiento del cadáver (págs. 123-124), en pasajes como el resumen de los cuatro años que Julia pasa tras la fuga de su hermana (págs. 87-91) o la rápida -pero apresurada- evocación de amoríos efímeros que preceden al descubrimiento del "hombre definitivo, el que tenía que ahuyentar a los demás e instalarse para siempre en ella" (págs. 180-182), es superior a la potencia narrativa, a la capacidad para crear personajes sólidos y concatenar acciones significativas que no requieran la constante intromisión de la voz narrativa para aclarar su sentido.

Reclamar mayor inventiva, más "sucesos", no constituye un capricho ni es una oculta apetencia de la acción por sí misma. El escamoteo de las acciones, suplantadas a menudo por reflexiones y confidencias, acerca el relato a la forma poemática e intimista de otras modalidades genéricas y debilita su estructura narrativa. Siempre podrá aducirse que era eso lo que la autora buscaba y que la tarea del crítico no consiste en postular algo que nunca se pretendió hacer. Pero es casi seguro que, de haberlo hecho, la historia habría ganado en poder de convicción, que es a lo que siempre se aspira cuando se escribe. El modo de relatar no es el más adecuado. Esto no sugiere demérito alguno, sino que es una característica de la escritura. María Jaén ha concebido una historia interesante, pero la ha construido y desarrollado de modo muy desigual.