Novela

La tienda de palabras

Jesús Marchamalo

31 octubre, 1999 02:00

Siruela. Madrid, 1999. 256 páginas, 1.975 pesetas

El interés por "el mundo maravilloso del lenguaje", por decirlo con el título de un libro ya clásico de W. Porzig, se manifiesta en múltiples aspectos relacionados con la capacidad de comunicarse entre los seres vivos y con el sistema lingöístico que las personas empleamos para entendernos. Si nos centramos en la lengua castellana, el interés que su conocimiento y uso despiertan en la actualidad puede comprobarse con el éxito de libros recientes como El dardo en la palabra (1997), de Lázaro Carreter, y Defensa apasionada del español (1998), de Alex Grijelmo. Y si pasamos de la especulación a la práctica literaria, podemos descubrir que el interés por ciertas cuestiones de la lengua, sus artificios y posibilidades lúdicas se encuentra en el fundamento mismo de algunas narraciones de los noventa, como son El orden alfabético (1998), de J. J. Millás, La hescritora (sic, 1998), de Cuca Canals, No soy un libro (1993), de J. Mª Merino, y El tesoro de Fermín Minar (1992), de Dimas Mas, por citar sólo textos aún recientes donde los entresijos de la lengua sustentan una buena dosis del conflicto novelado, desde las aventuras de Fermín Minar por un diccionario hasta las tribulaciones y angustias del protagonista de la novela de Millás.

éste es también el mundo de La tienda de palabras, creado por Jesús Marchamalo (Madrid, 1960) con una actitud lúdica y sin mayores pretensiones en el asunto abordado. Porque aquí se trata de construir una novela de intriga que sirva de soporte al despliegue de posibilidades de hallazgo, invención y juego con la forma y el significado de las palabras y las frases. Con tres personajes centrales se alimenta una supuesta conspiración para apropiarse de las palabras con ayuda de instrumentos informáticos. Los tres personajes son Matías Orgaz, tendero dedicado al archivo, restauración y comercio con las palabras; Carlos, un profesor de Historia de Enseñanza Secundaria que se evade de su tarea de "domador de tigres" por medio de su afición a las cosas raras que lo lleva a descubrir aquella singular tienda; y Ana, su novia, que trasciende la realidad a que la somete su profesión de socióloga haciendo gala de su facilidad para inventar historias. Se naturaliza así la imaginaria conspiración urdida por Ana, seguida por Carlos y sostenida por el excéntrico tendero. Lo de menos es cómo se resuelve el enredo. Pues, por encima de la intriga y el suspense, que no pasan de ser un mero soporte, lo más atractivo de la novela está en el descubrimiento de novedosas posibilidades de juego con las palabras y las frases. Por eso, aun siendo una obra menor en cuanto novela, este libro constituye un imaginativo divertimento nacido de la curiosidad, compuesto con ingenio e ironía y escrito con naturalidad y soltura en su acopio y explicación de artificios, malabarismos, galimatías, acertijos, bailes de letras y otros juegos estructuralistas con la forma y el significado de las palabras.

La tienda de palabras reúne abundantes muestras de ingenio y entretenimiento alumbradas en imaginativas reflexiones sobre los artificios de la lengua. Entre otros hallazgos, abundan los juegos de palabras, dilogías, paronomasias, calambures, anagramas, palíndromos, acrósticos, jitanjáforas y una amplia gama de virtuosismos lingöísticos. Muchos proceden de escritores con fama de tales especulaciones y "ejercicios de estilo", como Lewis Carroll, Raymond Quenau, Georges Perec y el grupo Oulipo (al que pertenecían Italo Calvino y los dos últimos citados), Julio Cortázar, Cabrera Infante y Augusto Monterroso. Así lo señala el autor en las "Apostillas" finales, en donde convendría subsanar algún descuido: por ejemplo, siendo verdad lo que se dice de Alfonso Reyes y la jitanjáfora, debe completarse atribuyendo la creación de la palabra al poeta cubano Mariano Brull; sin discutir la deuda del autor en el palíndromo Orgaz-Zagro, debe señalarse que estos nombres capicúa los usó Millás en los apellidos de dos personajes de su novela El desorden de tu nombre (1988); y en La saga/fuga de J. B. (1972), de Torrente Ballester, hay bastantes poemas más que un soneto escritos en una lengua inventada por José Bastida.