Novela

La isla de los pájaros

Jaime de Armiñan

28 noviembre, 1999 01:00

Plaza & Janés. Barcelona, 1999. 283 páginas, 2.450 pesetas

Entretenida de principio a fin, la novela está narrada con agilidad y buen tono y sostenida sobre un enorme edificio de referencias cinematográficas y literarias

Dicen que Diario en blanco y negro es, además del diario de in rodaje, el mejor y el más logrado testimonio escrito del hombre de cine que es Jaime de Armiñán, la más insólita muestra de su forma de amar la palabra, la acción y el movimiento. De esa triple pasión habla, también, el resumen de sus pasos en la escena española, en la hisstoria de quienes dirigieron y escribieron las historias que respaldan nuestro cine desde los años sesenta. Y es que el suyo es cuento largo, tanto como el fundido de circunstancias sociales de todos estos años, tan extenso como el enorme listado de títulos -inolvidables. Mi Querida señorita o El nido, junto a La vida de Juncal y otras exitosas series de televisión- de los que guarda memoria el mundo escénico.

Porque dicen, además, que su mejor trabajo está del lado de la escritura, lado desde el que ha dejado sobradas muestras en una forma de relatar la vida sin más retórica que la de las costumbres ni más artificio que el de una pulida ironía crítica. El caso es que su soltura narrativa ha hecho de él uno de los más prolíficos guionistas, y de toda su obra la intensa certificación de su habilidad para ampararse en invenciones que, gracias a los recursos de la palabra y la imagen, se proyectan como historias de ida y vuelta. Pues bien, así, como si decidiera reunir la experiencia de una vida pegada al cine con la defensa de los postulados fabuladores y la reivindicación de aventuras necesarias para convertir la acción de vivir en algo transitivo, surge La isla de los pájaros. Una novela entretenida de principio a fin, narrada con agilidad y buen tono, sostenida sobre un enorme edificio de referencias cinematográficas y literarias, y asistida por un descomunal despliegue imaginativo. Tales son las líneas de fuerza en esta historia ideada para rescatar de su grisura a un individuo que no conoce más vida que la aprendida delante de la pantalla de un cine de barrio, ésa fue su única escuela, de ahí que su imaginación no alcance otro alimento que el de evocar vidas inventadas.

Se trata de Gonzalo Moreno Martí, un hombre que, a sus cincuenta años, arrastra consigo ninguna grandeza y un expediente vital reducido a la curiosa experiencia de trabajar en oficios vinculados al teatro, un matrimonio y dos hijos sin apenas razón de amor, la propiedad de un Cine mientras duró, un alquiler en la calle del Desengaño y la renta obtenida por la venta de un piso familiar.

Todo lo contrario, pues, a un hombre de acción. Hasta que el azar le brindó la ocasión de intercambiar su vida con la de otro hombre, el farero de una isla "lejana, imaginaria e independiente". De poner fin, en definitiva, al mundo conocido, de interpretar otro papel y de abandonarse a lo desconocido. ése es el conflicto, del que arranca "su" historia, y él quien nos relata lo sucedido durante los siete meses que duró la estancia en ese universo imaginario donde le abordó lo inesperado, padeció de amores insólitos, admiró a estrafalarios personajes, se dejó seducir por mágicas historias... Del que regresó con algunas lesiones. Porque aprendió, en suma, a sentir la vida. Sólo hay que advertir de los simplificados matices del asunto que propicia su aventura, de que ésta no pasa de excusa narrativa que, con el modelo de Stevenson, fuerza el viaje hacia esos horizontes lejanos, y de la estereotipada versión del 'mediocre" que la protagoniza.

Como también hay que subrayar que el interés y el arrastre de su historia lo acapara el despliegue de personajes secundarios y situaciones fabulosas que tienen lugar en esa fantasía llamada "Mouriño", Ahí la imaginación del autor vuelca su potencial haciendo uso de ingeniosos recursos propiciadores de un montaje de película donde todo parece real y la realidad es sorprendente: el aparato escénico de una increíble toponimia inventada, la composición de una forma de vida donde la extravagancia y el absurdo conviven con el más práctico sentido común, la exhibición de un territorio sin las limitaciones del mundo occidental... Con los únicos límites, eso sí, de ofrecerse como un lugar de ida y vuelta, como el espacio necesario para acoger, por un tiempo, tantas historias de tonos apagados, que no son tragedia ni comedia, sino ambas cosas.