Novela

Homenaje Al Bosco, II

Camilo José Cela

5 marzo, 2000 01:00

Seix Barral. Barcelona, 1999. 95 páginas, 1.400 pesetas

Cela ha roto la diferenciación aristotélica entre poesía e historia. Este libro suyo es un placer de lengua y de inteligencia a la vez ¿Alguien da más? Lo dudo, maestro

El esperpento es un hallazgo literario gallego que, con antecedentes en Quevedo y en Goya y similicadencias en Verhaeren, Darío de Regoyos y Gutiérrez Solana, acuñó de forma casi definitiva Valle-Inclán. Digo "casi definitiva" porque Camilo José Cela lo retoma, reinterpreta, reanima y relanza en un desarrollo no menos incisivo ni cruel. El esperpento es una interesada deformación de la realidad que, al extremar uno o todos sus perfiles, los exagera tanto como los satiriza y los define en su siempre sorprendente y desidealizadora visión. El esperpento de Valle-Inclán definía la malaria moral de una época contra la que el 98 en pleno reaccionó: el ortopédico y falso sistema social y político de la Restauración ofrecía materia prima para ello y para mucho más.

Los hombres del 14 -como cuenta muy bien la hermana de los Baroja- eran más cultos pero también más cursis, y esa cursilería fue el caldo de cultivo en el que la segunda república burguesa se formó. La generación del 36, a la que Cela por edad y derecho pertenece, salta por encima del barroco vanguardista e impersonal del 27 y reasume el protagonismo noventayochista en una versión más brutal e individualizante. Los temas de Cela, como los rasgos más distintos de su estilo, parecen darle la razón a Cesar Gónzález Ruano, para quien "Lo contemporáneo es en España una continuidad de lo tradicional hecho presencia viviente."

Concebido como esperpento y mascarada teatral a la vez, con un sentido de la dramaturgia similar al de Nieva, este Homenaje al Bosco incluye un amplio desfile de varias generaciones de escritores del 98, del 14 y del 27, precedido por un replique de campanillas y un pintoresco cortejo de demonios que pueblan la escena y enmarcan el ritmo de la acción. Las acotaciones -como en Valle y en Lorca- cumplen una importante función en la obra, en la que el inicio es brillante y mágico, con un rico lenguaje de tintes modernistas y una máxima eficiencia verbal.

El guiño constante a la literatura, la sonrisa lúcida sobre la logomaquia y un turno de palabra que enhebra el decir de toda una orquesta de fantasmas pendientes sólo de su propio nombre articula una obra polifónica que presenta la crónica de casi medio siglo y que, brechtianamente, indaga en los contornos de una histriónica y decadente historia expuesta, con estructura dialógica, de manera icónica y pictural. Los personajes son aquí su habla casi más que su lengua, y todos ellos se espetan, por separado, lo que, en alta voz y todos juntos, vinieron a decir.

Asistimos así a una sucesión de estampas cronológicas, por la que cruzan figuras, figurones y figuritas, mezclados con crímenes pasionales y venganzas satisfechas, inmortales insultos, dimes y diretes y un sinfín de escabrosas anécdotas que, como los epítetos, han llegado a formar parte no ya del telón de fondo de una época sino de los mecanismos de nuestra ficción. Cela recrea todo esto que tan bien conoce y lo cataliza en un cóctel prismático, en el que las voces y los tiempos van pasando ante nuestra retina como una imagen dotada de una precisa agilidad.

Vemos y oímos, y oímos lo que vemos en estas páginas de lujo en el que el oro viejo brilla aún todavía más. Clarín dice que "La cultura moderna aún no está traducida al castellano"; Baroja afirma que "El cristianismo inventó eso de que todos somos iguales, lo cual es mentira"; y Unamuno desea "recibir las obras de Baroja encuadernadas en su propia piel", mientras hace "hasta juegos malabares con la eñe". Valle-Inclán se pregunta "¿Qué sería de este corral si estuviera nublado?", y los ángeles de guarda de Maeztu, Muñoz Seca y Lorca explican que soñaban "con morir antes de ser asesinados" y que ese, y no otro, "es el confuso anhelo de muchos españoles".

De vez en cuando se desliza un extraviado de una generación anterior o se inserta a otro de la siguiente: así, transferidos más que disfrazados, desfilan Joaquín Costa, Don Juan Valera, Clarín y Galdós; y, aludido en varias ocasiones, se adelanta un muy joven o maduro Cela. "Estamos -dice un narrador- en el museo de las figuras de cera embalsamadas en su propio orgullo, en su propia soberbia", y el astrónomo reconoce que "En el humilde razonamiento de un solo hombre puede habitar toda la verdad". Barrabás cita a Heródoto y un valleinclanesco maestro de ceremonias anuncia que "al lado de lo que pasa fuera, cuanto acontece en España semeja una escena de teatro vista con los gemelos puestos al revés". Lo que no importa porque aquí el horizonte siempre "está en los ojos". La última parte se acelera en el relato de la historicidad y la acumulación de citas de los autores clásicos, pero es en ella donde la obra se nos autodefine como "una farsa de muy tibias misericordias".

Cela ha roto la diferenciación aristotélica entre poesía e historia. Este libro suyo es un placer de lengua y de ingeligencia a la vez: es un aún más y un decidido y valiente todavía. ¿Alguien da más? Lo dudo, maestro.