Novela

El hombre indigno

Antonio Rabinad

12 marzo, 2000 01:00

Alba. Barcelona, 1999. 406 páginas, 2.500 pesetas

Es una narración de aprendizaje hecha con un sujeto real y enmarcada en una época precisa. De ahí su simultáneo valor de crónica viva. No es su fidelidad documental un mérito principal

"Soy y siempre seré un outsider literario", dice con su punta de orgullo Antonio Rabinad en las últimas páginas de El hombre indigno, una autobiografía parcial que va de su nacimiento en 1927 hasta 1956. Tiene razón. Publicó su primer cuento en 1948 y, desde entonces, ha dado regularmente libros que corren parejos con la trayectoria de los escritores del medio siglo, con algunos de los cuales, los Goytisolo o Matute, mantuvo amistad juvenil. Sin embargo, ha quedado fuera de este grupo porque, aunque comparte con él una semejante visión crítica de la realidad española, nunca se atuvo al enfoque objetivista preconizado por el realismo social. Al revés, sus páginas se contaminan de una tumultuosa subjetividad realzada por contenidos vivenciales directos y, por si fuera poco, por una prosa nada funcional.

Esos libros se han ido agregando como cuentas sueltas de una heptalogía incompleta, titulada Un reino de ladrillo. El fuerte peso de la memoria personal en los libros de la serie explica que ahora, casi como llevado por un impulso interno de su propia escritura, desemboque, sin salirse de la saga, en una narración de expreso memorialismo, libre de contenidos novelescos, aunque no imaginativos. Porque lo que en el fondo hace Rabinad es imaginar en clave cordial (emocional) su propia trayectoria como "hombre indigno". Con ello traza mediante pinceladas no poco expresionistas el retrato moral de uno de aquellos niños de la guerra, sacudidos por la violencia de la lucha y por la miseria de la postguerra. Todo eso lo hace, podríamos decir, siguiendo la pista de los "universales del sentimiento", por explicarlo con palabras de Machado, a quien cita repetidas veces.

El título, que no me parece muy acertado, precisa una explicación. Lo de indigno se debe no a que el hombre retratado carezca de dignidad, o sea un pillo, o haya caído en alguna de las mezquindades propiciadas por tiempos de cruda amoralidad. Lo llama -o se llama- de tal modo por su sentimiento de no compartir el código de valores comunes de una sociedad pragmática, cínica y pobre. Esa postura no se debe a heroísmos ni a rebeldía ideológica, sino a un notarse aquí también, en la vida corriente, un outsider. El muchacho y el adulto andan un tanto como atolondrados entre necesidades materiales, miedos de incierto origen, trabajos rutinarios y, en fin, un vivir sin entender muy bien el misterioso destino de la especie.

Estamos, pues, ante una narración de aprendizaje hecha con un sujeto real y enmarcada en una época precisa. De ahí su simultáneo valor de crónica viva. Pero no es su fidelidad documental -apoyada por noticias del momento que encabezan algunos apartados- un mérito principal. Su acierto está en el modo de recrear la experiencia privada del escritor. Rabinad dispone una fragmentación del recuerdo en secuencias discontinuas de gran expresividad gracias en parte al talante creativo de la prosa. Esos a modo de mojones van iluminando parcelas significativas del camino de una vida. El recorrido total acoge una experiencia variada del dolor, matizado por alguna promesa como el descubrimiento de la mujer y por una sola feliz realidad, el ensimismamiento en la lectura.

Como crónica, El hombre indigno alcanza el sentido de un duro alegato. Tal vez el leitmotiv del relato sea la violencia física o moral: el asesinato del padre quizá por anarquistas, el abandono de la madre por los amigos del marido, el guardia que abofetea a un pobre, o la explosión del joven Rabinad ante el burócrata que quiere venderle un hueco en Cuelgamuros para enterrar al padre, en una escena concentrada, de intensidad conmovedora. La emocionalidad es justo el registro general desde el que se enfocan esos y otros sucesos. Por eso sus recuerdos tienen un efecto comunicativo grande, sin perder nada de fuerza revulsiva. Por ese camino se llega a un final un tanto visionario donde se cifra un sentido general del mundo muy pesimista, al borde mismo del radicalismo nihilista. De todas maneras, tal juicio surge de una visión posterior, del presente de la escritura, por lo que Rabinad está obligado a proseguir sus recuerdos hasta enlazar 1956 con ahora mismo.