Novela

La agonía del dragón

Juan Luis Cebrián

19 marzo, 2000 01:00

Alfaguara. Madrid, 2000. 450 páginas, 2.800 pesetas

Cebrián ha realizado la selección de un material periodístico y no nos ahorra lo significativo, aunque, tal vez no siempre lo más relevante, tratado con deliberada ligereza

Juan Luis Cebrián ha regresado a la novela y La agonía del dragón se anuncia como la primera parte de una posible trilogía sobre la España de la transición. Ha elegido como protagonista a un grupo de jóvenes de la burguesía media, alguno de ellos hijo de miembros de las fuerzas armadas o de los políticos del propio régimen franquista que constituyen una descafeinada célula comunista. Se pretende ejemplificar la gloriosa y siempre juvenil "generación del 68" (o del "69" en España), sus vacilaciones, contradicciones, miedos y recelos. Peripecias que se desarrollarán hasta el asesinato de Carrero Blanco y la detención de Simón Sánchez Montero, mítico personaje de la resistencia del PCE.

Sin embargo, la trama o las historias de cada uno de los individuos queda diluida en el propósito más ambicioso del autor. Cebrián no puede olvidarse de su formación periodística y mezcla la amplia crónica con la trama imaginaria en un estilo neutro, en el que abundan los diálogos. Mezcla lo imaginario y lo real; los estudiantes (hay un integrante de la clase obrera, aunque no lo parece) politizados, sus familias antes nacionalistas o republicanas, ya en una situación política del cinismo generalizado, generaciones tratadas con un exceso de tópicos y lúcidos policías que se infiltran en las Universidades. El único ámbito en el que se desarrolla la acción es un Madrid en transformación, sacudido por la rebeldía juvenil o en vía de situarse en zonas sensibles de un aparato político en descomposición con enfrentamientos entre las familias del franquismo, aunque resistentes ante cualquier eventualidad de cambio. El papel del dictador se mantendrá en un discreto segundo término.

No fueron pocas las transformaciones operadas en el agitado período que algunos calificaron de posfranquismo con Franco, pese a que la nota dominante fue el miedo. Cebrián ha realizado la selección de un material periodístico y no nos ahorra lo significativo, aunque, tal vez no siempre lo más relevante, tratado con deliberada ligereza: el nacimiento de ETA; la presencia de la Iglesia (los curas obreros); la Operación Príncipe, en la que se detiene; el caso Matesa; las manifestaciones de la Plaza de Oriente; las cenas seudopolíticas, como las de Mayte Comodoro, de una incipiente oposición tolerada; la utilización de la extrema derecha europea, las manifestaciones.

Atraviesan por el relato personajes como Don Juan Carlos, Adolfo Suárez, Fernández Miranda y algunos otros. Pero el mejor de los retratos es el de Carrero. Su propósito no consiste, sin embargo, en profundizar, sino en ofrecer un panorama de cómo los jóvenes inquietos observaban una sociedad en ebullición política (aunque también moral; de ahí, las nuevas costumbres sociales y sexuales). En alguna ocasión el tratamiento de las escenas adquiere un tono de humor a lo Berlanga, pero por lo general Cebrián no ha optado ni por la épica, ni por una tesis determinada, sino por la posición de observador/partícipe. Pese a su izquierdismo, la italiana Marta, hija de diplomático, se casa con Alberto en la iglesia de los Jerónimos. Jaime Alvear tiene en uno de los retiros espirituales la impresión de encontrarse con el Demonio: acabará siendo cura. Eduardo abandona a Enriqueta, que ha de optar por la acción armada; el periodista que ha pasado de la bohemia a las responsabilidades de dirección recuerda aspectos del propio autor. Los policías ejercen de conciencia crítica, no exenta de brutalidad.

La pesada losa de la guerra civil se deja sentir todavía, 33 años después, sobre unos y otros. La alternativa, se sabe, es la muerte natural de Franco. Pero algunas de las transformaciones que apunta o determinados detalles de ambiente -lo mejor del libro- se habían producido ya en etapas anteriores. Los 60 aparecen como excesiva y superficialmente rupturistas. La visión resulta sesgada. Enriqueta, que defenderá la acción directa acierta en su cinismo: "-En realidad todos jugamos, ¿no? Nos gusta ser mayores y no nos dejan". A los jóvenes de hoy buena parte de las claves les resultarán incomprensibles.