Novela

La flecha del miedo

Miguel Sánchez-Ostiz

12 abril, 2000 02:00

Anagrama. Barcelona, 2000. 591 páginas, 3.400 pesetas

Hace cerca de un decenio que el escritor navarro Miguel Sánchez-Ostiz comenzó un ciclo novelesco presidido por la invectiva rotunda y furiosa contra la vida provinciana contemporánea. La ciudad que, desde un profundo amor, despierta el odio incendiario y purificador del novelista no tiene nombre en el primer título de la serie, Las pirañas (1992), pero abundantes datos permiten identificarla con Pamplona. En los volúmenes siguientes ya recibe una denominación simbólica, Umbria. Las mil formas que nutren la barbarie local se diseminan por Un infierno en el jardín (1995), La caja china (1996) y No existe tal lugar (1997). Se aprecia en esta cronología la escritura sostenida de Sánchez-Ostiz, obsesionada por alcanzar un retrato colectivo abarcador y a la vez puntillista. Y en ello sigue con una nueva entrega del ciclo, La flecha del miedo.

También aquí el escenario es Umbria, cuya configuración material y social revisa, tras una ausencia, el narrador y protagonista. Al igual que en los libros anteriores, el relato se sostiene en un esquema básico: la confrontación de una voz con un entorno. Ahora la novedad consiste en adoptar una perspectiva original y eficaz: el narrador se desdobla con naturalidad gracias a su condición de ventrilocuo. La voz cantante la lleva el ventrilocuo, Juan Fernández Lurgabe, de ocupación "Paradas circenses", según dice su tarjeta, pero se multiplica con el recurso de darles la palabra a sus muñecos, la Wendy, el Doctor Mabuce y Robin Hood.

Así, el narrador viene a ser como un juglar que, mediante las historias representadas por sus personajes, hace el cantar de gesta esperpéntico de su tierra: los antihéroes de Umbria se merecen la antiépica del guiñol. De eso, en suma, se trata, de bajar a los falsos héroes locales del pedestal y ponerlos en su sitio, no ya a ras de tierra, sino mezclados en el fango. La novela afronta, en parte, la otra cara de los triunfadores, los héroes de hoy, y refiere los mecanismos envilecidos que conducen al poder económico y político. En este sentido es la crónica implacable y vehemente de las múltiples caras del delito impune, la desvergöenza y el matonismo.

Todo el mundo cae, bajo la censura afilada del autor, en el mismo lodazal: curas, políticos, constructores, creadores, abogados, policía, nacionalistas, antinacionalistas, la cultura y el negocio, la izquierda y la derecha... Desde las inmisericordes catilinarias de Baroja, no hemos tenido en las letras españolas otro narrador con un impulso devastador tan acendrado como este navarro radical. Por ello, y por otra parte, la novela reconstruye el ambiente de degradación moral, de corrupción absoluta de una sociedad donde no se salva ni el apuntador. No, claro, de la sociedad entera, sino del sector de ella que Sánchez-Ostiz selecciona, las clases medias urbanas de nuestro tiempo.

Este impulso de construir una literatura de denuncia, más ética que política, tiene su verdadera singularidad no tanto en los contenidos -aunque no hay que negarle al autor ni arrojo ni inventiva en los pequeños sucesos cotidianos- como en la formulación. Y me refiero lo mismo a la técnica hiperbólica y al gusto por lo grotesco, es decir, a la construcción global de una parábola casi visionaria, como al empleo del lenguaje. A tono con el estado anímico del narrador, y cumpliendo los objetivos destructivos del autor, la prosa se arrebata, encadena calificativos, repite voces, utiliza recursos poéticos, se deja llevar por lo oratorio. Tiene Sánchez-Ostiz una gran fuerza idiomática, capaz de crear términos, de retorcer la sintaxis, de lograr, en suma, una especie de masa verbal imprecatoria y torrencial muy coherente con el propósito último del texto.

Todos estos rasgos confirman las dotes y aciertos de ese escritor vigoroso e importante que es Sánchez-Ostiz. Pero todo ello está ya en las mencionadas obras anteriores de su saga de Umbria. Indica la cubierta del libro que La flecha del miedo cierra el ciclo. Me alegro porque la rabia del autor sigue intacta pero su conversión en literatura empieza a resultar manierista. Esa riqueza lingöística y ese coraje moral tienen que buscar ya otros ámbitos en los que desplegarse.