Image: El hombre de mi vida

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Novela

El hombre de mi vida

Manuel Vázquez Montalbán

14 junio, 2000 02:00

Planeta. Barcelona, 2000. 297 páginas, 2.500 pesetas

El desinterés de Carvalho por llegar al fondo de la cuestión es paralelo al desinterés que parece mostrar el autor al urdir la trama de las acciones. Incluso la escritura refleja síntomas de cierta desgana

la construcción de una intriga. La hay, en efecto, y aquí se mezclan los asesinatos con asuntos mixtos de espionaje y finanzas que rozan lo que podría entenderse como "política ficción" y que propician el juicio sarcástico de ciertos aspectos de la política en Cataluña o los dardos lanzados contra conocidas figuras de la vida pública. Esta vertiente de la novela, que constituye en apariencia el esqueleto esencial de la historia narrada, tiene, en verdad, poco interés; resulta sumamente confusa -pero no precisamente con la rica confusión de un Chandler, por ejemplo- y aproxima muchas páginas a la columna periodística de actualidad -a los dominios de lo efímero y perecedero, en suma- más que al terreno propio de la narración novelesca.

El desinterés de Carvalho por llegar al fondo de la cuestión es paralelo al desinterés que parece mostrar el autor al urdir la trama de las acciones. Los personajes, salvo los ya conocidos de la serie, son poco más que nombres cuya presencia no se impone en ningún momento al lector. Incluso la escritura refleja aquí y allá descuidos y síntomas de cierta desgana. En un prosista tan avezado como Vázquez Montalbán sorprenden usos y construcciones como "una hada" (pág. 18), "una nueva personalidad que tal vez alguna vez había sido suya" (pág. 117), "de el Vaticano" (pág. 121), "sin otro remedio que la de ser cobarde [...] sin otro remedio que la de ser valiente" (pág. 211), "la obertura de la puerta" (pág. 233), "país [...] del que ya no empezaba a quedar piedra sobre piedra" (pág. 235, por "ya empezaba a no quedar..."). Y no faltan acuñaciones tan difundidas como rechazables: "culpabilizar" por "culpar" (pág. 128) o el enojoso giro anglómano "era su problema" (pág. 245) por "era asunto suyo", como siempre se dijo hasta la invasión de los telefilmes.

Lunares así pueden arreglarse, y lo que puede arreglarse no es grave. Pero son síntomas delatores de este apresuramiento, tal vez de este cansancio que a veces se percibe en la composición de la novela, con pasajes y escenas muy desiguales, y donde los elementos de buena ley que subsisten se encuentran casi exclusivamente en la historia de Jessica y Carvalho, a pesar de ciertas desmesuras en los textos de fax que el detective recibe. En esta imposible recuperación del tiempo perdido -tema central de la novela, en realidad- hay hondura, contención y sensebilidad. Lo demás -las sectas, el intento de crear un servicio de información nacionalista, el pintoresco cursillo para futuros agentes- no pasa de ser un relleno confeccionado con habilidad, pero hecho de fórmulas consabidas y previsibles. Un gastrónomo como Carvalho diría que hay un plato de cocina auténtica, hecha con buenos ingredientes y llena de exquisitos sabores, metido en medio de otros procedentes del mundo de la comida rápida y de los alimentos prefabricados.