Novela

Balneario de almas

Luis Pérez-Ortiz

28 junio, 2000 02:00

Lengua de Trapo. Madrid, 2000. 254 páginas, 2.400 pesetas

En Balneario de almas Pérez Ortiz se arriesga aplazando demasiado sus intenciones y retando al lector, pero sale airoso al sorprender con un final tan ocurrente como premeditado

Las dos primeras novelas de este leonés (1957) coincidieron no sólo en el tiempo (1998 acogió La escondida senda y Apuntes de malpaís) sino también en los elogiosos comentarios que suscitaron. Que suscitó, en realidad, un tono ocurrente, un estilo tildado de ácido y especulador. Pues bien, dos años más tarde reaparece con un argumento desconcertante, que conviene encarar sin prisas.

El argumento no cuadra con clichés convencionales ni en su disposición, ni en la justificación de sus motivos, ni en la taimada manera de conducirnos por un discurso que irrumpe anunciando una intriga criminal, ni en la astuta pericia para ocultar sus intenciones. Pero vayamos por partes. ésta es la novela de un personaje, Germán Saabedra, de treinta años, con una aparatosa cicatriz en la mejilla izquierda, una pierna lisiada, y un empleo de conserje nocturno en el "Balneario Europa". Su realidad, en cambio, va por otro lado, o mejor dicho está al otro lado, en lo que ha dejado fuera: en un panorama infantil de desajustados afectos familiares que encontraron un cauce alternativo en el mundo del deporte; estudios de antropología, unos años de "vida confiada y segura" con una mujer, y las consecuencias de un accidente de coche que le condujeron hacia el estado de postración por el que transita a lo largo de esta narración a la que él pone voz y en la que se erige protagonista absoluto. Por él sabemos que arrastra un pasado sin resolver y que necesita amortiguar los efectos de lo vivido recluyéndose en la rutina. Y que la inesperada presencia de una mujer, determinante en los estragos de su pasado, conmociona su ánimo hasta el extremo de rechazar de modo "drástico" el mundo exterior.

Hasta ahí nos situamos frente a una historia cuyo hilo conductor parece limitarse a este individuo cuya realidad interior va creando su propio discurso: sombrío y monocorde, salpicado de imágenes y frases efectistas, y portador de una visión cáustica y turbadora. él es la única perspectiva de la novela; y en esa atmósfera de nocturnidad y en ese tiempo dilatado en el que transcurren sus palabras se desalienta el lector, convencido de que fuera de ese circunloquio no hay nada más.

Pero el golpe de efecto llega, con inesperado ingenio, en el último capítulo: ése es su mayor logro y su mayor objeción, piensa el lector. Porque si, por un lado, ahí, fuera ya de lo que sucede en la cabeza del protagonista, una voz ajena irrumpe para desvelar los nudos de este argumento "metafísico" que parece tener lugar sólo en su mente, y aclara la causa de una sofisticada trama real, urdida para él por otros personajes, ajena a la corriente verbal por la que braceó durante toda la novela el desventurado Germán, y nos envuelve con un sugerente careo entre realidad y ficción...; por otro, sostiene el lector, el escritor se arriesga aplazando demasiado sus intenciones y le reta, así, a una lectura que juzga dominada por los vaivenes de la memoria, por la monotonía del tono que le conduce, por la descompensada administración de incidencias. Pero también sostiene que éste sale airoso al sorprender con tan ocurrente y premeditado final.