Image: Me voy

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Novela

Me voy

Jean Echenov

27 septiembre, 2000 02:00

Traducción de Javier Albiñana. Anagrama. Barcelona, 2000. 184 páginas, 1.900 pesetas.

Echenoz, como se ve, realiza la pirueta genial de aburrir al propio narrador, después de que sus personajes bostecen, y el lector no digamos

Pocas novelas he leído recientemente con tanta identidad y cohesión entre sus personajes, tema, desarrollo argumental y narrador. Y no se tome esto como un elogio prematuro, que no lo es, como enseguida se verá. Por ejemplo, en la página 138, cuando el texto apunta hacia su desenlace final, el narrador, que a estas alturas ya se permite todo tipo de familiaridades con los lectores, confiesa que "personalmente" empieza "a estar un poco harto" de uno de los protagonistas, porque es anodino y aburrido. Y cuando concluye con un "a todo esto le falta nervio", nosotros no podemos sino asentir.

Resulta curiosa la tendencia que la novela francesa actual manifiesta hacia la sinceridad o el cinismo autocríticos. Echenoz no llega, sin embargo, tan lejos como Le Clézio cuando pone en boca de uno de sus personajes de El pez dorado una afirmación que, visto lo visto, podría no calificarse de exagerada: "Las novelas son basura. No tienen nada dentro, ninguna verdad ni ninguna mentira, sólo aire".

Determinados rasgos de Me voy nos hacen pensar si, paseantes por el túnel del tiempo, algunos novelistas no estarán reinventando el "nouveau roman". El tedio narrativo alcanzó entonces cotas de aquilatamiento estético difícilmente superables, pero ninguna meta es inasequible cuando se tiene ambición y talento. Echenoz, como se ve, realiza la pirueta genial de aburrir al propio narrador, después de que sus personajes bostecen, y el lector no digamos. Y ello, pese al recurso constante a los trucos, aristotélicos o no, que siempre han servido para tensar el arco del pacto narrativo: intrigas, viajes, peripecias, amores. En relación a esto último, el protagonista de Me voy, Félix Ferrer, resulta ser un redomado casanova. El propio narrador se pregunta al comienzo de un capítulo si no va siendo hora de que se centre un poco: "¿Va a pasarse la vida coleccionando esas aventuras insustanciales cuyo desenlace conoce de antemano...?" (pág. 95). Por ejemplo, el título de la novela son las últimas palabras que Ferrer pronuncia, cuando comienza el relato, al abandonar a su esposa Suzanne y, sin mayor aspaviento, tomar el metro para acomodarse en la casa de Laurence. La tercera de sus mujeres es Brigitte, la enfermera de un rompehielos canadiense en ruta hacia el Gran Norte, de la que, como suprema habilidad erótica, se describe su destreza para desplazarlo en la litera del camarote mediante un hábil golpe de cadera.

Las descripciones de Echenoz merecen especial atención. Predomina la más absoluta ramplonería, raramente salpicada de excentricidad. La llegada del avión de Ferrer, cuando regresa de su aventura polar vía Montreal, se presenta, en el capítulo 16, desde la perspectiva de un hurón llamado Winston al que los técnicos del aeropuerto de París utilizan para exterminar los conejos que se atreven a hollar sus pistas. Pero por lo general no se perdonan al lector sartas de enunciados de nulo valor informativo, y mucho menos literario. Por eso el propio narrador reconoce en la página 54 que lo de describir es muy sencillo. Por ejemplo, para hacerlo cabalmente a propósito de un funeral, la receta es la siguiente: "Tenemos el ataúd colocado sobre un soporte, con los pies hacia delante [...] Tenemos al cura [...] Tenemos a la gente". Lo que no quiere decir que el narrador sea, en lo intelectual, un don nadie. Para relatar la peripecia de que un francés contemporáneo cruce la frontera de Behovia, se comienza por el principio: "Entrados en vigor en 1995, los acuerdos de Schengen instituyen, como es sabido, la libre circulación de personas entre los países europeos firmantes" (pág. 148). Y cuando el protagonista sufre un accidente cardíaco, "ni se le pasó por la mente que acababa de ser víctima de un bloqueo aurículoventricular".

Tamaña familiaridad, semejante campechanía, tantas y tan reiteradas facilidades acaban, con todo, produciendo un efecto contradictorio. ¿Estaremos leyendo bien? ¿No habrá aquí, so capa de minimalismo a la pata la llana, gato encerrado? Sinceramente: llegado a este punto de la reseña, uno ya no sabe qué pensar. Siempre queda el alibí de la ironía.... Y no falta algún que otro atisbo para agarrarse a tal posibilidad como a un clavo ardiendo.
Félix Ferrer es un marchante y galerista parisién. Administra su cuadra de artistas con la desgana que le caracteriza, y, por supuesto, con decrecientes dividendos. Lo que realmente ofrece a sus escasos clientes es una antología de deliquios posmodernos: instalaciones de azúcar glas y talco, ampliaciones de picaduras de insectos, y genialidades por el estilo. Su lucidez de entendido y sus agobios de cuentacorrentista le llevan, sin embargo, a intuir que debe cambiar de registro. Y es entonces cuando el arte étnico se le ofrece como panacea. Desechado el arte bambara o el arte bantú, Ferrer encuentra, gracias a su consejero Delahaye, el filón del arte paleoballenero. Este brusco cambio de línea estética desencadena la trama de Me voy en términos que nunca me perdonaría si se los revelase al posible lector. Al que, sinceramente, mucho me agradaría que le convenciera más que a mi la lectura de esta obra como una magistral interpretación irónica de la inanidad posmoderna, en el arte, la narración y la vida.