Image: Edén

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Novela

Edén

Felipe Hernández

1 noviembre, 2000 01:00

Seix Barral. Barcelona, 2000. 350 páginas, 2.800 pesetas

Una obra de esta envergadura atenúa las suspicacias que se extienden sobre el porvenir de la novela. El peligro será muy relativo mientras existan narradores como Felipe Hernández

La nueva y extraordinaria novela de Felipe Hernández, Edén, prolonga el gusto del autor por el relato intelectual y aquí lo aplica a una indagación del sentido último de la vida, de su valor y de lo que en ella merece la pena; todo eso tras explorar el precio que debe pagarse por alcanzarlo. Es, así, una novela implacable, pero afirmativa: una novela moral que avisa de peligros inconcretos pero ciertos y apuesta por unos principios y los defiende hasta sus últimas consecuencias. Para llegar a éstas recorre un verdadero infierno, con resonancias del pensamiento sagrado y metafísico, y de las más exigentes letras contemporáneas. Hay huellas bíblicas, unas explícitas como el polisémico título, la cita del Génesis que abre el libro o la mención del monte Tabor; otras sugeridas, así el nombre de un arquitecto que planea sobre toda la historia (Decelis) o el misterioso texto de sentido hermético que engarza el relato entero. Y también hay ecos profanos, sin duda del absurdo kafkiano, menos aparatosos pero intensos de Samuel Beckett y, aunque pueda parecer sorprendente, creo que también del hombre cosificado del marxismo.

Menciono estas conexiones por ser fundamentales en el entramado de la novela y por sugerir con ello su carácter culto, pero nada de eso reduce su originalidad ni sus propiedades narrativas. Edén desarrolla una anécdota personal muy marcada, la de un tal Samuel Molina, traductor caído en desgracia dentro de un sistema burocrático inflexible, el que rige una sociedad implacable con sus ciudadanos, no localizada en tiempo ni espacio definidos, y que remite tanto a escenarios de una edad mágica como a los de un porvenir deshumanizado. A pesar de tan peculiares rasgos, logra el autor crear un ámbito entre el futurismo urbano y la naturaleza salvaje plenamente real, convincente. Igual sucede con el traductor, víctima de la inexorable lógica del absurdo -si puede decirse de este modo paradójico- y también real, próximo, definido hasta la cercanía de una persona corriente en su aspecto externo y en su psicología y tribulaciones.

Sé que estos datos sólo apuntan de lejos la trama y los conflictos de Edén, pero no puedo ir más allá, porque detallarlos ni es fácil ni lograría otra cosa que empobrecerlos hasta la inexactitud. Es el reto que entraña un libro complejo y sutil como éste. Por ello, tengo que contentarme con reducir la síntesis de su contenido a un escueto esquema: en la novela se desarrolla la dramática, enajenante peripecia de alguien que pugna por afirmar su identidad, de la que ha sido cruelmente desprovisto. Este eje se llena de peripecias en sí mismas interesantes, hijas de una fecunda imaginación, de una inventiva buena y oportuna. De modo que la obra se sigue con el interés que suscitan los hechos, las personas y el ambiente; dentro, claro, de una literatura que exige atención. Esa curiosa base argumental está montada en una minuciosa estructura que ordena los materiales con un completo rigor.

Todo ello sirve de cimientos al elemento reflexivo antes aludido. El peso de éste es enorme, pero queda claro que no se trata de un libro filosófico o ensayístico, sino de una narración de corte intelectual en la que lo especulativo no prevalece sobre lo novelesco. Los conflictos que atenazan al traductor y el medio en el que se producen crean una realidad distinta de la nuestra común, conexa con ella y plena de sentido. Es la peculiar realidad producida por la literatura, que aquí tiene rasgos de pesadilla.

El mundo de Edén emparenta con las experiencias oníricas según leyes propias, dependientes de un proceso lógico implacable. En él se articulan de modo natural los problemas medulares del relato, que son los de la identidad, la comunicación de lo inefable, el estatuto de lo real, la inocencia, los rigores del absurdo o la impiedad (matizada con un punto de ternura). Tal vez -pues no es un libro de propuestas simples- todos ellos quepan en otro asunto que los abarca, la soledad. Y, a su vez, éste entra dentro del que me parece -aunque lo digo con cautela- la fuente y la meta de toda la novela, el amor. ¡Qué libro más amargo y exultante es Edén en este sentido!

Sin olvidar esas otras cuestiones, el autor hace una larga excursión por los dominios de la esencia humana cuyo tremendo desenlace es una elegía del amor inalcanzable. Una obra de esta envergadura emocional, intelectual y artística atenúa las suspicacias que actualmente se extienden sobre el porvenir de la novela. El peligro será muy relativo mientras existan narradores con la hondura y la capacidad de riesgo de Felipe Hernández.