Image: Viviré con su nombre, morirá con el mío

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Novela

Viviré con su nombre, morirá con el mío

JORGE SEMPRÚN

13 junio, 2001 02:00

Traducción de Carlos Pujol. Tusquets. Barcelona, 2001. 236 páginas, 2.000 pesetas

Hay un párrafo en Autobiografía de Federico Sánchez, la obra de Semprún que propició su recuperación como escritor español, en donde se vislumbran algunas claves de este nuevo libro. El protagonista de aquella narración, definida como "intento de reflexión autobiográfica", afirma: "Si estuviera escribiendo una novela, en lugar de hacer un relato testimonial [...] sin duda aprovecharía esta ocasión de lucimiento literario".

Viviré con su nombre, morirá con el mío es el cuarto título, a medio camino entre autobiografía y novela, que Semprún dedica a su estancia en un campo de trabajo donde los nazis lo habían recluido por comunista. En un momento del relato, el narrador, identificado con el autor, recuerda una lectura pública en Múnich en 1999 "con fragmentos de mis tres narraciones sobre la experiencia de Buchenwald, unidos entre sí por el trabajo -interminable, tónico, desolador- de la anamnesis" (pág. 96), y se está refiriendo a Le Grand Voyage (1963), La escritura o la vida y Aquel domingo.

Este último libro narra la imborrable impresión que experimentó un domingo de diciembre de 1944 en aquel campo de concentración ante el cuadro de derrota que encarnaba una compañía de judíos polacos, y Viviré con su nombre..., que en su última página proclama su voluntad de continuar El largo viaje, centra el desarrollo de su acción en una fecha semejante, cuando el protagonista trata de escapar de la amenaza que desde las oficinas centrales de las SS se cierne sobre él, para lo que intenta suplantar la identidad de un prisionero moribundo de su misma edad. Se da así, por cierto, el mismo proceso por el que Semprún se confundía con F. Sánchez, si bien el juego de las identidades postizas se hace por duplicado. El joven español exiliado en Francia, en su militancia se hacía pasar por un tal Gérard Sorel, y sus camaradas de Buchenwald deciden protegerlo haciéndolo pasar por François L., estudiante que agoniza en el pabellón de los desahuciados y muere musitando una cita en la que por dos veces aparece la palabra nihil. Semprún atinará a identificarla decenios más tarde, cuando adapta Las Troyanas de Séneca: "Tras la muerte no hay nada, y la muerte no es nada…".

Seguimos, pues, en el universo de Autobiografía de Federico Sánchez, por las referencias ideológicas, que en esta novela siguen siendo las mismas, y sobre todo por ese gran tema de las identidades individuales en clave simultánea de ficción y realidad que el texto explicita: "Aquel muerto-vivo era un hermano, mi doble tal vez, mi Doppelgänger: otro yo o yo mismo siendo otro" (pág. 51). No faltan tampoco aquí digresiones muy útiles para una cabal comprensión de la poética narrativa de Semprún, sobre todo en lo que se refiere al modo en que confunde la frontera entre lo vivido y lo inventado, con marcado predominio de lo primero. "¿Para qué escribir libros si no se inventa la realidad?", se pregunta el narrador, y más adelante revela los criterios que aplica a la configuración de sus personajes.

Igualmente opera aquí aquel otro designio que la cita de Autobiografía... incluía. Me refiero a una deliberada, y sorprendente, renuncia al lucimiento literario. Algo hay de ello en una circunstancia propia de la traducción de esta obra: el cambio de su título original, Le mort qu’il faut. El muerto que necesitábamos constituye un ritornello que reiteradamente jalona el avance de la narración, pero el traductor, o quizá el autor, han preferido otro título más explícito, tan sólo una vez incluido en el texto (pág. 167). Semprún narra con una frialdad y un distanciamiento acaso excesivos, que con frecuencia logran producir en el lector el efecto que la novela misma prevé en un determinado momento: "también se le puede dejar insensible, desde luego, no afectarle para nada, [...] o quedarnos cortos" (págs. 94-95). Esto es resultado de la acumulación de planos y temas en un texto excesivamente escueto. Aquel fin de semana de 1944 se desdibuja como tiempo del relato frente a otros dos cortes temporales posteriores, la primavera de 1969 en Praga y el momento de la escritura en París, año 2000. Desde ambas perspectivas Semprún libera una vez más sus diatribas ideológicas contra el estalinismo y contra una de sus perversas manifestaciones que le obsesiona: la vileza de que los supervivientes de los campos de concentración eran culpables de colaboracionismo.