Image: La soledad de los pirómanos

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Novela

La soledad de los pirómanos

Javier Tomeo

27 junio, 2001 02:00

Espasa. Madrid, 2001. 183 páginas, 2.700 pesetas

Caviloso a toda hora, Rafael, protagonista y narrador de La soledad de los pirómanos, no cesa de hacerse preguntas de esta hondura: ¿quién fue el primer cocinero en el mundo que tuvo la idea de mezclar el ajo y el perejil en un aliño?, ¿quién consiguió pescar por vez primera una sardina? Merece la pena especificar estos interrogantes porque con ello queda bastante clara la idiosincrasia del sujeto y el peculiar sistema que utiliza para buscar remedio contra el aburrimiento. Este recurso resulta propio de alguien por completo desorientado en un mundo donde encaja mal. Con la presentación de ese comportamiento vuelve Javier Tomeo a plantear la misma doble cuestión central de buena parte de su obra que ya anudó en Diálogo en Re Mayor (1980), la soledad y la incomunicación, y que después ha reiterado en otros muchos títulos. Y es que este original narrador aragonés tiene el hábito de establecer llamativos nexos (intertextualidades: dicho aquí con propiedad) entre sus fábulas. No faltan en La soledad de los pirómanos elementos paradigmáticos de sus relatos: animales (sobre todo, un gato y palomas), seres aureolados por el enigma (una extraña niña pelirroja) o reverberaciones de la realidad (una treintena de canales de televisión).

De tal modo, esta nueva novela de Tomeo viene a ser algo así como una variación, dicho en terminología musical, de su específico mundo. En Napoleón VII teníamos a Hilario H., un jubilado que ha consumido media vida archivando facturas. Un modesto empleado de una empresa de seguros, Juan H., que también ordena y registra facturas, hallamos en La patria de las hormigas. Y en la novela que aquí comento, el otro personaje destacado, Ramón, trabaja asimismo en una compañía de seguros y se pasa el día archivando "facturas y más facturas" en un sótano.

Aparte de que desde hace un tiempo Tomeo no se exija todo lo que cabría esperar de su fértil inventiva, poco esfuerzo le costaría cambiar esa situación novelesca. La insistencia, por tanto, debe entenderse como un recurso para subrayar su propósito: desarrollar variantes a partir de una situación estática. Consiste ésta, en esencia, en describir la relación esquizofrénica con el exterior que padecen los seres humanos de nuestro tiempo. Por ello, los personajes adoptan actitudes huidizas, se enclaustran en casa, rechazan la vida corriente y se abisman en otra marcada por la angustia o el temor. Son inadaptados sumidos en una existencia paradójica y absurda.
El esquema argumental de La soledad de los pirómanos viene a ilustrar esa idea. La acción abarca un día escaso, del amanecer de un noviembre datado hace unos pocos años, hasta casi la misma hora del día siguiente. Rafael y Ramón quedan temprano para correr y después vuelven a casa, a su sinsentido vital y frustración. Todo sucede en Barcelona (aunque el nombre no se explicita) entre noticias de varios incendios encadenados.

El narrador, que apoya su verborrea en el pensamiento estereotipado del refranero, como Sancho Panza, interroga a su amigo y le impone sus opiniones. Ramón posee trazos individualizadores, pero cabe pensar que incluso no exista (no sería casual que sus nombres empiecen por la misma letra) y que sólo se trate de un doble del propio Rafael. También la gata encarna la urgencia de un interlocutor. Y algo parecido representa la relación con el televisor.

Esta anécdota simple, abundante en rasgos de ingenio tanto por las situaciones como verbales, sirve de cañamazo a una plástica estampa de la incomunicación humana en los tiempos actuales, que se cuelan en el relato por medio de leves pero significativos ecos. El retrato de la soledad resulta eficaz sin que para ello Tomeo recurra a registros dramáticos. Así, una historia de lectura entretenida, de buscada amenidad, un punto absurda nada más, cumple con su voluntad crítica, suavemente revulsiva en sus maneras postmodernas, pero en el fondo bastante agria.