Image: Pasión fija

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Novela

Pasión fija

PHILIPPE SOLLERS

19 septiembre, 2001 02:00

Traducción de Javier Albiñana. Seix Barral. Barcelona, 2001. 285 páginas, 2.800 pesetas

Como si estuviese escaldado de las veleidades experimentalistas que en los 60 y 70 hicieron a los lectores heroicos paseantes de laberintos inextricables, Sollers resume por dos veces en Pasión fija el tronco de su línea argumental , y advierte que, como su narrador y protagonista "piensa en montones de cosas a un tiempo", inevitablemente "su relato produce la impresión de ser un cuadro cubista".

Y para que no cunda el desánimo, concluye: "A veces uno se pierde, pero siempre acaba orientándose". Y es así, de hecho, en esta novela en primera persona que en principio parece contarnos una historia tan convencional como la del triángulo amoroso formado por el narrador, un innominado joven escritor francés anarcoide, y una especie de dúo a lo Marta y María compuesto por dos de sus amantes, Dora y Clara.

El relato, marcadamente fragmentario, lejos de atenerse a la pura narración lineal de una historia nos la cuenta describiendo al tiempo cómo se va narrando, en una mise en abyme favorecida por la condición de escritor incoactivo -por así decirlo- que el protagonista tiene. El discurso obedece, por otra parte, al designio posmoderno de la intertextualidad, y hace cierto de manera superlativa aquel diagnóstico borgiano en El libro de arena: "Ya no quedan más que citas. La lengua es un sistema de citas". Uno de los lazos que unen con más fuerza al protagonista con Dora Weiss es la biblioteca de coleccionista que su difunto marido le ha dejado, repleta de valiosas primeras ediciones, como una de Cyrano de Bergerac que se convierte en un reiterado leit motiv a lo largo de Pasión fija. Porque una de las líneas de fuerza que contribuye a cohesionar este texto es la de una parodia autocrítica de la sociedad y la cultura francesa que el narrador no se recata en acometer, en términos equiparable a los que Juan Goytisolo aplicó a su propio país. Así, Francia es una nación "autista", obsesionada por su particularidad (pág. 205), de la que los extranjeros suelen tener una idea menos piadosa: "Las putas francesas son excelentes pero los artistas mediocres. Aparte de la manduca y la jodienda, no hay nada en este país" (pág. 70), sentencia que hoy habría que matizar. Hay páginas en Pasión... en las que su autor juega al viejo recurso del roman à clé. Mas como sucedía también en Goytisolo, parte de las miserias de Francia son comunes a una civilización internacional, consumista y descerebrada, que Sollers zahiere con su artillería dialéctica y estilo. En este sentido su novela es tan posmoderna como antiglobalizadora.

La trayectoria literaria e intelectual de Sollers, desde el sicologismo convencional de su novela de 1957 Une curieuse solitude -que Aragon alabó por su tratamiento de la mujer- hasta esta última novela suya publicada en París hace un año, está marcada por la teoría literaria y la revolución, por el formalismo y la denuncia antiburguesa, por el maoísmo y la deconstrucción. Pasión fija significa una relectura de todo ello, irónica y distanciada, pero no ayuna de esa energía que su título alienta. Sollers canta su palinodia sobre la excesiva contaminación de lo literario por lo social, pero no desprecia poner por escrito su denuncia de un mundo alienado en términos hasta ahora difícilmente imaginables.

Desde hace tiempo es posible constatar en la literatura francesa el eco de ciertos rasgos procedentes de movimientos ya superados, de cuando el tedio narrativo alcanzó cotas de aquilatamiento estético difícilmente superables. Ese mal du siècle posmoderno no es tampoco un tema ajeno a Pasión fija: su protagonista, sumido en el "tedio del tiempo" (pág. 85), comienza la novela al borde de un suicidio del que le salva el cuerpo de Dora y la biblioteca de su difunto marido. Y por encima de sus veleidades deconstruccionistas de antaño, Sollers nos presenta un alegato a favor de la gran cultura del libro, en contra de la degradación alienante de nuestra sociedad actual. Para ello recurre a una sentencia del señor de Martineau, de resonancias maquiavélicas y quevedianas: "Y así, tenéis eternamente a vuestro alrededor a todos los grandes hombres, muertos y vivos, que conversan con vosotros de viva voz" (pág. 125).