Image: Nata soy

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Novela

Nata soy

Antonio Álamo

9 enero, 2002 01:00

Antonio Álamo

Mondadori. Barcelona, 2001. 308 páginas, 13’82 euros

Para algunos, la amenidad no constituye un mérito sobresaliente de la literatura. Para otros, entre los que me cuento, aporta una virtud más a las que pueda tener una obra. Muy entretenida es esta novela, Nata Soy, de Antonio álamo, que está diseñada para agarrar al lector desde su capítulo inicial en el que un grupo de encumbrados personajes de la Curia vaticana despellejan a un sencillo fraile dominico en una partida de póquer. La historia, llena de escenas inventivas y humorísticas, no desfallece en interés hasta su desenlace, donde la permanente comicidad adopta un tono algo grave.

Si no fuera porque 300 páginas exigen algo más que una sentada, en una única, sin descanso, quisiera uno abarcar su anécdota divertida, ácida y construida sobre unos cimientos de suspense. Y que, además, está cargada de intención, y suscita desazonantes dudas acerca de las relaciones con la trascendencia y con su mediación terrenal, las religiones y sus ministros.

El argumento de Nata Soy gira en torno a un sorprendente conflicto: un anciano y declinante Papa, en nuestros días, ha escapado al control de la Curia, actúa de forma muy rara y se teme que incluso ponga a prueba la infalibilidad prediciendo el número agraciado en la lotería del Niño. Se sospecha que se comporte así por posesión diabólica y para corroborarlo, y, en su caso, ejecutar un exorcismo, es llamado a la Ciudad Santa el aludido dominico, experto en demonología, quien se ve envuelto en una conspiración que prevé, incluso, el magnicidio. Las escenas disparatadas se encadenan a buen ritmo, cultivan el equívoco y la sorpresa, y de todo ello sale un retrato vitriólico de las entretelas vaticanas.

Podría hablarse de un costumbrismo satírico que hace un irreverente repaso de aspectos concretos de la Iglesia católica. De las ambiciones de los clérigos y de las miserias del poder; de la deliberada falta de inteligibilidad del discurso teológico y eclesial; de las razones del celibato; del dogma y del rito... En fin, que nada queda libre de esta especie de volteriano recorrido que el narrador, cual un moderno diablo cojuelo, hace por la capital de la Cristiandad llevando de la mano al citado monje cacereño.

Las anécdotas peregrinas e imaginativas se acumulan y el argumento progresa en medio de un desparpajo muy postmoderno por el modo en que álamo mezcla modelos literarios. Los sucesos se emparentan con la novela gótica y el relato criminal. Y se disponen como actos de una comedia del absurdo, entre Jardiel y Kafka. Toda la narración tiene una fuerte deuda teatral: en el modo de presentar a los personajes; en el uso de recursos --por ejemplo el teléfono-- para romper las situaciones; en el diálogo vivaz y plástico.
Con el narrador, en una primera persona que todo lo sabe, logra álamo otro buen acierto. La perspicaz y maligna mirada del que cuenta los hechos se entiende del todo cuando, ya avanzada la novela, se descubre su verdadera identidad, que aquí no debo revelar. Y, en fin, el autor muestra sus dotes también en el humorismo verbal. Dejando aparte un par de deficiencias llamativas por reiteradas (la errónea conjugación del verbo andar y darle a conducir el sentido de comportarse), practica con soltura y eficacia muy notables la mezcla de niveles lingöísticos, sobre todo en el frecuente salto desde la expresión cuidadosa al coloquialismo un tanto barriobajero.

El humor no tiene entre nosotros demasiado buena prensa y es de temer que perjudique a la difusión de esta Nata Soy (léase: Yo Satán) que asegura entretenimiento, derrocha ironía inteligente y ácida, y pone en la picota verdades que muchos consideran intocables.