Image: Los colores de la guerra

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Novela

Los colores de la guerra

Juan Carlos Arce

24 octubre, 2002 02:00

Juan Carlos Arce. Foto: M.R.

Premio Fernando Lara. Planeta. Barcelona, 2002. 267 páginas, 18 euros

Es probable que la complacencia con que algunos lectores han acogido esta obra se deba al hecho de que en ella se narra, como la publicidad se ha encargado de subrayar, un suceso histórico, referido, además, a la guerra civil española, asunto que en los últimos años parece haberse convertido en un filón rentable.

Pero, como el autor mismo subraya en la nota final, su pretensión ha sido más novelesca que histórica, lo que explica que no todos los datos se ajusten a la realidad. Es cierto, y parece oportuno recordar que conviene leer Los colores de la guerra como obra de ficción y no como crónica. Y en esta obra de ficción hay varios planos: la historia del traslado de las pinturas del Prado a Suiza en los últimos meses de la guerra para evitar cualquier daño; la de una relación amorosa nacida en el frente y bajo las bombas entre un soldado y una enfermera -que dista mucho, a pesar de todo, de situarnos en la estela de Hemingway- y, por último, un relato de espionaje bastante tibio que tiene un desenlace previsible. La cuestión es que estos planos no se encuentran adecuadamente armonizados y resultan desiguales incluso en su tratamiento estilístico: junto a algunos retratos de personajes históricos acertadamente esbozados -el general Jordana, álvarez del Vayo, Eugenio d’Ors-, incluso con una técnica que recuerda algunas veces ciertos perfiles valleinclanescos del Ruedo ibérico y otras la impronta reciente de Cercas y sus Soldados de Salamina, la historia de Alberto y Carlos está llena de elementos convencionales que salpican incluso los diálogos ("todavía llevas mis besos colgados de tu boca", pág. 168), y los personajes con que se relacionan en Francia y Suiza son figuras tópicas sin delineación precisa.

Pero acaso la insuficiencia mayor de esta novela de Juan Carlos Arce resida en su tratamiento lingöístico. El lenguaje es a menudo envarado, y el propósito de sortear expresiones comunes desemboca con frecuencia en afirmaciones difusas: "El tren [...] adentró luego sus ruedas en el telón difuso de una distancia inconcreta" (pág. 147). Y he aquí un abrazo apasionado: "él ató con fuerza su brazo al costado de ella para juntar después su ropa con la suya, estrechando su figura" (pág. 38); en otro sentido, las miradas de los dos enamorados denotan "una suerte de complicidad sin nombre sobre la posibilidad de seguir juntos o de separarse" (pág. 148), lo que ni siquiera con el frecuente entendimiento erróneo de complicidad resulta inteligible. Este camino conduce a la trivialización o, sin más, al error y a la impropiedad idiomática. Así, hay informaciones sorprendentes por superfluas: "Entre las sienes [...]asomaba una frente vertical" (pág. 54); en una estación suiza hay "andenes paralelos" (pág. 145), y el tren sale "deslizándose sobre raíles paralelos" (pág. 147); un personaje avanza hacia el interior de un café "desde el umbral de la puerta" (pág. 199). Otras veces se cae en notorias impropiedades léxicas: a consecuencia del frío "humeaban las bocas de los soldados" (pág. 53), o "salieron [...] humeando las bocas por el frío" (pág. 62), igualando sin más humo y ‘vaho’; en "altos cortinajes enmarcaban los cristales" (pág. 25) no parece que los cortinajes puedan "enmarcar" si sólo cuelgan a los lados; resulta problemático que el mástil de una bandera esté "entelerido" (pág. 53) y que Teresa se corte el pelo "como si en cada vedeja se quitara un trozo de dolor" (pág. 83), puesto que vedeja significa ‘cabellera larga’. Por no tener en cuenta la especialización del doblete amplio/ancho se habla del "ancho escepticismo" (pág. 26) o del "anchísimo fracaso de la puntería" (pág. 36). Hay giros equivocados ("lo sacó de allí a carreras", pág. 34) y también usos erróneos de género ("el carnazón", pág. 136), entre otras deficiencias de distinta índole.

Una novela tan ambiciosa como ésta, que tiene incluso fragmentos notables, merecía un lenguaje más cuidado. Ni siquiera leyéndola como pura novela de aventuras puede obviarse tal escollo. Porque las innovaciones léxicas tienen sus límites, y traspasarlos equivale a dejar la obra sin pilares de sustentación.