Cuando la noche obliga
Montero Glez
13 marzo, 2003 01:00Montero Glez. Foto: Paco Toledo
La primera novela de Montero Glez, Sed de champán, era de una insólita originalidad, y descubría a un escritor dotado como pocos para bucear en ciertos estratos marginales de la sociedad enturbiados por oscuros y violentos impulsos.Cuando la noche obliga confirma las mejores impresiones de la novela anterior y obliga a considerar con atención la obra futura de este escritor que no se parece a ninguno de sus coetáneos y que ostenta, además, una singular e inconfundible capacidad expresiva, extraña mezcla -lo diré así, en síntesis y para abreviar- del desgarro con que Valle-Inclán salpicó sus esperpentos y del bronco cinismo de Raymond Chandler. Como en estos autores, además, la historia contada, no exenta de puntos oscuros y de informaciones a medias, destaca sobre todo por el modo de relatar, oblicuo y lleno de interferencias: un narrador cuenta lo que, a su vez, le contó el Luisardo, un pillo de Tarifa que sobrevive gracias a diversos trapicheos. La narración tiene un marcado carácter oral, que la fraseología subraya de vez en cuando: "Según me contó el Luisardo, el viajero lo descubriría de chorra y nunca mejor dicho, pues verán" (pág. 174). La historia va y viene, anticipa informaciones, vuelve atrás una y otra vez, con una estructura a la manera de Crónica de una muerte anunciada o de Mazurca para dos muertos, de modo que la linealidad cronológica cede su primacía al interés y a la plasticidad de las escenas, merced a una composición que puede calificarse de impresionista. Por otra parte, esa historia llega al lector contaminada por diversas mediaciones -y no estará de más recordar el inmarcesible modelo cervantino-, puesto que entre los hechos y nuestro conocimiento se interponen dos narradores, uno de los cuales, el Luisardo, "era tan buen contador que conseguía que todo lo contado ocurriese" (pág. 216). Nunca podremos calibrar, pues, lo que hay de veracidad o de ficción en el relato de Luisardo, como tampoco la fidelidad del narrador a la enrevesada historia escuchada y reelaborada por él; una historia, conviene añadir, más sangrienta aún que la de Sed de champán, desarrollada en un inframundo de prostitutas, asesinos a sueldo, estafadores, traficantes y proxenetas, con el fondo del grave problema creado por la inmigración clandestina en el Estrecho, al que se dedican duras y descarnadas reflexiones (págs. 150- 152).
Pero nada de esto tendría eficacia si no fuese por el lenguaje que sostiene la narración, que es donde Montero Glez se muestra más vivaz y original. Los personajes aparecen espléndidamente caracterizados, con fórmulas inesperadas y de gran novedad. Una prostituta caribeña , por ejemplo, es "una negra de novela con las piernas engrasadas como armas de fuego. Lleva la lengua suelta y una bala en cada ojo. Las pestañas son postizas y el cariño también" (pág. 82). Un vendedor de biblias a domicilio, moderna reencarnación hispánica de George Borrow, camina sudoroso "con el maletín en la mano y el teléfono móvil cabalgándole la próstata" (pág. 110); se habla de "la humedad de unas cañerías que trazan garabatos de óxido a su paso por las habitaciones" (pág. 83); un personaje pide en un bar "agua municipal con hielo", ennoblecida a renglón seguido como "Isabelsegunda on the rocks" (pág. 74). Ni la mitología se libra de su versión achulapada: "Al Luisardo le da por el vinagre mitológico y cuenta que el viajero pisa lo que antaño fueron campos de pasto, herbaje para los estómagos de la vacada que criaba Gerión, ganadero monopolista de la comarca, antes de que apareciese Hércules y practicase zoofilia con todo su rebaño" (pág. 127).
El retrato de personajes se beneficia de la reiteración de gestos significativos que los singularizan. Un rufián, el Ginesito, "se descabella la muela con un palillo" (pág. 131), "se pone a desollarse las muelas con el mondadientes" (pág. 99), "se escarba los padroños con un palillo" (pág. 98), etc. No faltan los maliciosos juegos léxicos: la Chacón ha educado a sus pupilas "en bienes mamanciales" (pág. 69), y las tenden- cias sexuales de algunos individuos permiten tildarlos de "meticulosos" (pág. 178), equívoco que ya utilizó genialmente Valle-Inclán para retratar al melifluo embajador de España en Tirano Banderas. Hasta la jocosa etimología popular tiene su función cuando un personaje dice federico por "frigorífico" (pág. 220).
Hay que leer esta dura y brillante novela, retrato inmisericorde de una sociedad. Y aguardar con esperanza la próxima obra del autor.