Image: El hombre que inventó Manhattan

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Novela

El hombre que inventó Manhattan

Ray Loriga

29 enero, 2004 01:00

Ray Loriga

El Aleph. Barcelona, 2004. 190 páginas, 19’95 euros

Ray Loriga ( Madrid, 1967) lleva casi cinco años viviendo en Nueva York, lo que no le ha impedido escribir el guión de El séptimo día, la polémica película de Carlos Saura sobre la matanza de Puerto Hurraco, ni dirigir en noviembre pasado un taller de cine en la Casa Encendida. Para él, como escritor, vivir en Nueva York "no significa nada", porque "lo que más influye en la escritura es la lectura".

Un asunto central y permanente de la literatura es la representación de la realidad. Cuando la realidad cambia, el escritor tiene que buscar el modo de representarla.

Ocurrió al surgir hace menos de un siglo la gran metrópolis, para la cual no servía el tipo de análisis colectivo de la novela decimonónica. Esa forma de vida algo caótica y misteriosa encontró la mirada fragmentaria oportuna de Dos Passos en su pionera Manhattan Transfer.

En la descendencia del maestro americano se inscribe Ray Loriga y no tanto porque El hombre que inventó Manhattan indague en el mismo ámbito espacial, como por afrontar idéntico problema y resolverlo con semejante procedimiento. El novelista madrileño quiere penetrar la esencia de la simbólica Gran Manzana y opta por representar su existencia desarticulada mediante un relato fraccionado. Tanto, tan fraccionado, que en un primer contacto nos parece estar leyendo un libro de relatos, en el cual nos sorprende la magistral plasticidad de "El hotel Mercer", una pieza minimalista de final abrupto, sin apenas materia, al modo del nuevo realismo americano, que cuenta la conversación entre una periodista y una joven estrella del cine.

Más adelante seguimos con la misma impresión, sólo que ya sabemos que existen nexos entre las supuestas piezas sueltas. Y sólo bastante después se ve con claridad que Loriga practica la narración guadianesca que fluye en el cauce de una historia principal y se diversifica en otro buen puñado de historias confluyentes. La historia central se ocupa del suicidio de un emigrante rumano; la anécdota pronto parece olvidada, rebrota de tarde en tarde y se recupera al final para dar cuenta del entierro y de la liquidación de las pertenencias del personaje. Las otras anécdotas abarcan unos casos representativos de esa ciudad mestiza y de aluvión por excelencia. Algunos casos encarnan la marginalidad, y la violencia; otros, inquietudes de una clase media de ocupación liberal.

Entre todos estas peripecias individuales, muestra eficaz de la incomunicación colectiva, se perfila un retrato complejo que pivota sobre dos principios fundamentales. Por un lado, los límites escurridizos de verdad y fantasía, de experiencia y alucinación. Nada hay seguro ni constatable en ese Manhattan un tanto fantasmal, aunque se adorne con presencias o sucesos reales (el escritor maldito William Burroughs, o las Torres Gemelas, diana en la propia novela del reciente atentando).

Por otro, el sentimiento de derrota y sinsentido. La existencia cobra un carácter aleatorio, incierto, y queda en manos del destino brutal, ya mediante la muerte absurda (un hombre se desvanece y fallece a causa del corte producido por el filo de un simple plato roto), la evidencia del fracaso (la inútil y alucinatoria persecución de un par de chicas coreanas) o el engaño acerca del propio valer (el efecto Mozambique, que padece la joven que ve a los demás inferiores a ella).

La materia recogida en El hombre que inventó Manhattan no ofrece mucha novedad, y, sin embargo, Loriga consigue una mirada nueva e interesante sobre la realidad. Ello es producto de la suma de unas cuantas decisiones formales que distinguen la novela de otros modos de narrar. Importa mucho la omnipresencia valorativa de un narrador en primera persona que selecciona materiales con la idea previa de demostrar la peculiaridad de un país "magnífico, sí, pero también horrible".

Este narrador se trae un buen ajetreo mental para mostrar el fondo inquietante de una realidad en apariencia banal y lo consigue con un estilo lacónico y antirretórico, de frase muy simple, y mediante una escritura del todo cinematográfica. Y, en fin, deja el argumento sin desenlace para que la ficción se parezca en lo posible a la vida.

Hablando sin énfasis y presentando las situaciones con un tono de normalidad, Loriga destapa un absurdo existencial muy desolador, más aún por la ironía que lo acompaña. Por si fuera poco, echa aquí y allá la pimienta de reflexiones filosóficas (algo molestas por su tono sentencioso) que dan a unas historias vulgares un notable espesor. Este procedimiento produce una impresión de pobreza narrativa que ni complacerá ni convencerá al lector más clásico, pero que es un modo legítimo y valioso de reproducir el mundo. Desde su óptica, Ray Loriga lo hace muy bien.