Novela

El Imperio de Kalman el lisiado

Yehuda Elberg

16 diciembre, 2004 01:00

Trad. Rhoda Henelde Abecassis y Jacob Abecassis. Losada. Madrid, 2004. 490 páginas, 36 euros

Probablemente, después del Nobel de Isaac Bashevis Singer en 1978, no hubo otro momento más brillante para la literatura escrita en yiddish que 1997, cuando la publicación simultánea en inglés de dos novelas de Yehuda Elberg, Ship of the Hunter y la que ahora aparece en español.

Su autor, nacido en Polonia en 1912, solía decir que ya octogenario había dado luz a gemelos, y sus dos obras de 1997 lo son. La primera es una novela del Holocausto, pues narra las atrocidades vividas por una familia en el gueto de Varsovia, cuyos supervivientes embarcan para Palestina al final de la guerra, mientras que El imperio de Kalman el lisiado concluye el 31 de enero de 1933, cuando Hindenburg nombra canciller a Hitler. A lo largo de casi quinientas páginas la narración se remonta hasta el XIX, momento en que el tatarabuelo del protagonista se había enriquecido como proveedor del ejército de Nicolás I durante la guerra de Crimea. éste es el primer eslabón de una cadena trenzada a base de fortunas y ruinas que llega hasta el protagonista, un personaje dual, una especie de pícaro astuto y tenaz, políglota y gran conocedor del Talmud, libertino e impío, pero filántropo y restaurador de sinagogas, que había aprendido a vivir y prosperar en un medio hostil. Y ello contando, además, con las limitaciones que su maltrecho cuerpo le imponía.

Pese a un lejano parentesco familiar, una compartida admiración por Dostoievsky y más de una similitud entre la obra de ambos, Elberg siempre renegó de Singer, que le llevaba ocho años de edad y huyó a los Estados Unidos en 1935, es decir, antes de la guerra en la que Yehuda combatió en la resistencia, para emigrar, en 1947, a Nueva York e instalarse desde 1956 en Montreal, donde falleció hace un año. Singer era para él un judío pesimista que ofrecía una visión de su pueblo demasiado distanciada e irónica. Elberg, por el contrario, describe a su gente desde dentro. Y sin embargo, Kalman se parece mucho al Max Barabander de Escoria, uno de los éxitos del Nobel, y ambos comparten el descreimiento y una punzante percepción de sus pecados que merecen los castigos previstos en el talmúdico "Capítulo de Maldiciones". Los dos se rebelan, también, contra la divinidad.

Cierto es que Elberg parece escribir más para un público judío que Singer, pero no por ello su novela desanima al conjunto de sus posibles lectores gentiles. El plurilingöismo característico de las comunidades askenazis, que vivían en yiddish, negociaban en polaco, ruso o alemán, y rezaban en hebreo lo han representado aquí los traductores manteniendo las palabras originales de esta última lengua, por lo que quizá hubiese convenido un glosario final como el de la versión francesa de Actes Sud (2001). En todo caso, la clave está en las habilidades puramente narrativas del escritor, que sobre un molde de novela tradicional utiliza sabiamente los procedimientos del diálogo o del estilo indirecto libre, recurre oportunamente al onirismo para construir su personaje y hace un uso magistral de la anacronía retrospectiva, pues lo que fue el gran pecado de Kalman y causa de su fortuna, paradójicamente nacida de la destrucción de su casa narrada al principio del texto, se aclara con pelos y señales 400 páginas más adelante.