Image: Violeta en el cielo con diamantes

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Novela

Violeta en el cielo con diamantes

Fernando Royuela

26 mayo, 2005 02:00

Fernando Royuela. Foto: Conchitina

Alfaguara. Madrid, 2005. 288 páginas, 17’50 euros

La historia de Violeta en el cielo con diamantes es, una vez más, la rememoración de un verano ya distante -1969- por parte de un narrador adulto que entonces atravesaba la frontera de los catorce años.

Acontecimientos que se evocan con cierto detalle, como la llegada de los primeros astronautas a la luna o la proclamación de don Juan Carlos de Borbón príncipe de España y sucesor del Jefe del Estado a título de rey, enmarcan el verano que el narrador pasa con sus padres en las dependencias anejas a un hotel-balneario del norte de España. Sus relaciones con algunos huéspedes de personalidad bien delineada -el rancio don Francisco, el pintoresco don Leocadio, la solitaria doña Gracia-, con el mozo Marcelino -cuya historia dará un sorprendente quiebro al final- y, sobre todo, con los hermanos Isaac y Violeta, tutelados por un duque perteneciente al consejo de don Juan de Borbón, constituyen las peripecias esenciales de la novela.

Royuela es un buen narrador, como ya ha demostrado en otras ocasiones, y las leves intrigas y minúsculas acciones que sostienen el entramado de la historia, desde la ex- cursión furtiva por los sótanos del antiguo balneario hasta los actos de crueldad o los súbitos y oscuros ramalazos eróticos, se encuentran bien alojadas en el mundo mental de estos adolescentes. También la figura de la tía soltera está bosquejada y desarrollada con pericia. En realidad, hay poco que objetar al plano estrictamente narrativo de Violeta en el cielo con diamantes. Sus únicas flaquezas se derivan de una tendencia al barroquismo expresivo que a veces traiciona la intención innovadora del escritor y le hace caer en la trivialidad o en la expresión inerte y superflua: "Portaba una bandeja redonda con una botella de Martini y un par de vasos con hielos y limón puestos encima" (p. 34; ¿qué importa que la bandeja sea redonda? ¿No sobran las dos últimas palabras?). A veces la fórmula verbal se retuerce en demasía: "Sus ojos enormes y deformados [...] sus labios mal dibujados [...] hacían del conjunto de su rostro un retrato muy nutrido de rigor grotesco" (p. 42); "ir cumpliendo años y descumpliendo sueños" (p. 94; en rigor, sólo cabría "incumpliendo"; de modo análogo, el "espejo desconchado" de la p. 107 debería ser desazogado). Sobran excesos como "Al ir cayendo la noche, la soledad de los parajes me embistió con sus cuernos azabache, y paladeé por vez primera el sabor desabrido de la melancolía" (p. 115). Hay errores de menor cuantía ("el córpore insepulto", p. 260; "climatología", p. 266, por tiempo, clima), pero lo más nocivo para la narración es la abundancia de digresiones generalizadoras de almanaque ("Los pecados de los padres a menudo los heredan los hijos", p. 250; "la vida es una sustancia indescifrable que al perderse jamás se restituye", p. 248) y el énfasis retórico que con frecuencia se eleva por encima del interés novelesco y obliga a reparar excesivamente en la prosa y en sus extrañas soluciones, como el si parasitario en construcciones del tipo de "aparece igual que si surgido de la nada" (p. 189), "apareció igual que si abortado del infierno" (p. 51) o "igual que si engastado en un mecanismo..." (p. 285). La novela de Royuela podría ser notable si no fuera por el peso excesivo de una prosa inadecuada.