Novela

Sábado

Ian McEwan

20 octubre, 2005 02:00

Ian McEwan. Foto: Julián Martín

Trad. Jaime Zulaika. Anagrama, 2005. 336 páginas, 18 euros

Al jurado del Booker Prize se le atragantaron este año las novelas duras, como Shalimar el payaso de Salman Rushdie y Sábado de Ian McEwan (Aldershot, Inglaterra, 1948). Ambas provienen de la cosecha de ficción post 11-S, donde los autores abordan uno de los dilemas actuales: la necesidad de conocer los efectos del terror provocado por el fanatismo musulmán en el ciudadano occidental.

Los jurados del ilustre premio inglés prefirieron seleccionar obras menos comprometidas con el presente, y varias incluso adornadas con tintes poéticos. El menú de principios del siglo XXI, donde figura el islamismo a modo de plato principal, en palabras de McEwan (pág. 48), les resultaba demasiado fuerte.

Sábado recuerda la novela que lo lanzó a la fama, Amsterdam (Booker Prize 1998), por la semejante facilidad mostrada en construir personajes bien perfilados, segundos yo del autor, cuyas mentes penetran en la realidad desde una perspectiva privilegiada. Ahora el protagonista es un brillante neurocirujano, Henry Perowne, que ronda los cincuenta. Su fin de semana comienza inesperadamente cuando se despierta de madrugada, si bien contento de su rica vida familiar, con una mujer a la que quiere y dos hijos estupendos. Al asomarse a la ventana del dormitorio londinense anticipa un día prometedor, que incluirá un inminente encuentro amoroso con Rosalind, su mujer, que todavía descansa en la cama, un partido de squash con un amigo anestesista, cuyo relato contiene algunas de las mejores páginas del libro, y la visita a su madre, enferma de Alzheimer, que ya no lo reconoce. También comprará unos mariscos para cocinar una cena que celebre la llegada de París de su hija Daisy, cuyo primer libro de poesía está a punto de aparecer. También acudirán su hijo Theo, un talento músical (blues) y su suegro, John Grammaticus, un conocido poeta de trato intimidante.

Los acontecimientos sucederán, en cambio, de manera imprevista. Su casi insufrible autosatisfacción será rayada por un suceso sorprendente. Cuando estaba asomado a la ventana de su espaciosa casa, aparece surcando el cielo un avión con un motor en llamas, que romperá la línea del horizonte y su equilibrio emocional. Automáticamente piensa en un posible ataque terrorista y en la suerte de los pasajeros; en verdad se trata de un aterrizaje de emergencia. El 11-S se proyecta así sobre su día, que además es el 15 de febrero de 2003, la mañana de la histórica protesta contra Tony Blair y la participación inglesa en la próxima guerra de Irak. Ver el avión incendiado y hablarlo con su hijo le ilumina, pues, las alarmas. Mas, Perowne no piensa ir a la marcha, pues los asuntos políticos apenas le tocan. él vive satisfecho con su estupenda vida. Tras hacer el amor a Rosalind, cuando se dirige a jugar al squash, un pequeño incidente cambiará sus planes. Este imprevisto cambio de rumbo, propio de la narrativa corta, acontece en todas sus novelas, y la comodidad, la rutina del personaje, se desmorona en un momento. Sufre un accidente y resulta que el otro conductor, Baxter, es un hombre agresivo, al que su ojo clínico diagnostica con una fatal enfermedad hereditaria que termina en la demencia. El encuentro provee el suspense de la novela, y se convierte en el contraste permanente con la vida cómoda del médico.

Lo destacable de la obra reside en la habilidad de McEwan de mantener la descripción minuciosa e incisiva de su vida durante un día. Tour de force que los lectores efectuamos sin inmutarnos, porque las observaciones inteligentes del doctor sobre las minucias de la vida cotidiana, contrapunteadas con la desgracia de Baxter que le viene a la memoria, resultan estupendas. El choque entre la práctica exacta del oficio de cirujano, de hacer las cosas bien, y los imprevistos de la vida presente, magnificados por la peligrosidad y lo imprevisible del 11-S, bosquejan una imagen oportuna del hombre en el presente.

Jaime Zulaika acierta plenamente en la traducción, capta la riqueza de una lengua condensada y directa. McEwan no posee la capacidad de montar un espectáculo textual de luz y color como Don deLillo, o el garbo de Martin Amis, pero nadie le gana en la profundidad conceptual y expresiva.