Novela

Los ríos perdidos de Londres

Javier Calvo

5 enero, 2006 01:00

Javier Calvo. Foto: Begoña Rivas

Mondadori. Barcelona, 2005. 256 páginas. 13’99 euros

Este volumen recoge cuatro novelas cortas -dos de ellas publicadas con anterioridad-, la última de las cuales da título parcial al conjunto. Quien no conozca la obra de este joven autor barcelonés podrá, gracias a estos relatos, forjarse una idea bastante cabal de su escritura, de su peculiar estilo y de los motivos que la sustentan.

Para empezar, conviene advertir que se trata, en buena medida, de una literatura de segundo grado, y que esta caracterización no se refiere a su jerarquía estética, sino al hecho de que las historias, por su enfoque y el modo de contarlas, son a menudo ejercicios literarios, variaciones sobre temas o motivos de otros autores, y que ese universo de modelos o dechados que aparecen aquí reelaborados incluye escritores, creadores cinematográficos y hasta grupos musicales. El propio Javier Calvo declara, por ejemplo, que el relato inicial, "Una belleza rusa", reelabora otro del mismo título de Nabókov. En "Rosemary" está muy presente la película La semilla del diablo, de Roman Polanski, y también la literatura de H. P. Lovecraft. La nota inicial del autor enumera detalladamente muchos otros nombres cuyas obras traspasan el texto de referencias, alusiones, intertextos, citas encubiertas y homenajes y le proporcionan su singular fisonomía.

Con todo ello, el papel del lector se reduce casi exclusivamente a descubrir afinidades, a establecer analogías y diferencias entre los modelos y su utilización, a internarse en un ámbito metaliterario donde las figuras son únicamente reflejos de otras, versiones -a menudo ingeniosas, sin duda- de seres ya existentes a los que la literatura ha dotado de perennidad. Asistimos a un continuo e inteligente juego donde cabe todo, desde la minuciosidad topográfica hasta el suceso fantástico, y que proporciona páginas de innegable calidad: la desaparición de los "suburbios de clase obrera" en "Rosemary" (pp. 134-137), la escena de la "chica de los ojos plateados" en una lóbrega vivienda (pp. 176-180) en el mismo relato, o la visión de Pamela Deverell (pp. 229-232) tumbada en el diván de su habitación, tal como se lee en "Mary Poppins: los ríos perdidos", acreditan las posibilidades de un estilo capaz de crear situaciones y ambientes de extraordinaria tensión. Otras veces, el esfuerzo del autor se queda a medio camino. En "Mary Poppins: los ríos perdidos", la escena de la visita a la casa de los grandes felinos, con su pintoresco desfile de personajes, obliga inevitablemente a recordar la técnica de los Sueños de Quevedo -aprovechada por Gracián en algunos pasajes de El Criticón, y más tardiamente, por Torres Villarroel-, y la insoslayable comparación deja un tanto malbaratado el texto de Calvo.

Hay tanta literatura en estas páginas -tanta metaliteratura, tanto intertexto, tanta cultura pop que fluye por los entresijos de cada línea, que el lector acaba por fatigarse de tanto juego y por reclamar en silencio algo más directo, menos sometido a filtros, menos condicionado por creaciones ajenas. Incluso un relato tan vinculado probablemente a experiencias personales como "Crystal Palace", donde la adolescencia en un centro docente es un motivo esencial, acusa una excesiva frialdad distanciadora que merma en buena medida su eficacia.

Calvo es un excelente escritor, con pocos deslices en su prosa ("no hace ninguna mención a la Historia ni a lo que viene después", p. 171; algún catalanismo como "se aguantan de pie", p. 189), que a veces utiliza con exceso los hallazgos como elementos iterativos: "un estudio y una casa [...] decepcionantemente poco inquietantes", p. 193; "las paredes decepcionantemente poco inquietantes", p. 194; "la atmósfera decepcionantemente poco inquietante", p. 196; "tratados legales, decepcionantemente poco inquietantes", p. 199. Para acomodarse a la impregnación literaria del autor, podría recordarse algo de lo que Ortega y Gasset escribió en 1904, a propósito de la publicación de la Sonata de estío, de Valle-Inclán. El entonces joven crítico hallaba en el escritor exquisitas muestras de "química fraseológica", y confiaba en que alguna vez dedicaría su "noble estilo" a contar "cosas humanas, harto humanas". En estas líneas, el comentario de Ortega resultaría tal vez un intertexto oportuno.