Novela

Verás el cielo abierto

Manuel Vicent

5 enero, 2006 01:00

Manuel Vicent. Foto: Antonio Moreno

Alfaguara. Madrid, 2005. 208 páginas. 15 euros

El último libro de Manuel Vicent (Villavieja, Castellón, 1936) nace de la melancolía del escritor que desde su madurez vital y creadora vuelve la vista atrás para embarcarse por los meandros de la memoria teñida de melancolía. Es un texto híbrido en el que se unen la verdad de los recuerdos de su infancia y juventud reunidos en un relato autobiográfico cuya construcción se apoya en la fragmentación y el arte de sugerir, como si de una obra de ficción se tratara.

Su rememoración del pasado del autor, desde su infancia en tierras castellonenses hasta su juventud en Valencia, despliega el festín de sensaciones que caracterizan la prosa de Vicent con su riqueza idiomática en la plasmación de colores, olores, sabores y demás percepciones sensoriales exhibidas en sus mejores novelas. Pero en este intenso y hermoso relato memorial la vitalidad y la sensualidad en los descubrimientos evocados discurren entreveradas de melancolía por el imposible retorno de aquel mundo extinguido.

El narrador y protagonista escribe desde su presente en su casa de Denia, junto al mar que le vio nacer. Desde allí se transporta primero a la casa de sus abuelos en el pueblo costero de La Vilavella de Nules, donde pasó los veranos de su niñez, y después a la ciudad de Valencia, para recrear experiencias infantiles y juveniles que lo formaron como persona y como escritor, con inquietudes y gozos recurrentes, ahora recordados. Los más genuinos rasgos de la literatura del yo se dan cita en este conmovedor relato autobiográfico escrito según el consejo de la mujer que ordena la casa del autor en Denia: "Cuente la verdad, pero sin arrancarse el corazón" (pág. 133). Ya el narrador había sugerido, al comienzo de su rememoración, que iba a "contar algunas cosas de mi vida" sin hacer sangre por una sinceridad de dudosa utilidad: "No quisiera mentirme. Tal vez no voy a tener el valor de levantar la tapa de la quesera, con la que trato de proteger mi alma de las moscas, a no ser que la escritura desate el nudo asentado en el diafragma" (pág. 20). Ambas citas dan el tono y la intención del libro, que también ayuda a explicar la gestación de algunas obras del escritor.

Como en toda narración memorial, el autor recrea experiencias cru-ciales en su vida, como la conflictiva relación con sus padres, con hambre de cariño no expresado por la madre y con el autoritarismo y la asfixia moral impuestos por el padre, los años de aprendizaje en oscuros colegios religiosos de la posguerra y los primeros amores, hasta llegar a juntarse la realidad y la ficción cuando, por ejemplo, mucho más tarde, en el rodaje de Tranvía a la Malvarrosa, el autor recibe la visita de la mujer que había inspirado a la protagonista de la novela. En lugar central del relato del aprendizaje se atiende a los sueños de infancia y adolescencia que alimentaron la imaginación del autor en la lectura de tebeos y de obras literarias afanosamente buscadas, y que derivaron en el sarampión literario de la escritura. La pasión del lector voraz y clandestino enciende la imaginación del escritor. Por eso su recreación está vertebrada en torno a la muy esperada y nunca realizada visita de Baroja a la casona de la familia Ranch en La Vilavella. En la figura del novelista consagrado, en la lectura de sus obras y en la relación con las hijas de Eduardo Ranch, el narrador y protagonista encuentra el alimento necesario para sus sueños de escritor y amante de la belleza inalcanzable. También la muerte ocupa un lugar importante en su recuerdo, primero en la de sus padres y al final en la idea de la propia muerte abordada en la soledad de su cita pesquera con el mar.

Verás el cielo abierto es el emotivo resultado de íntimos viajes de retorno al pasado de un escritor brillante que nació y se crió en tiempos de guerra y posguerra, en los que salió adelante a fuerza de vitalismo y ganas de llevar a buen puerto su vocación literaria, sin caer en inútiles nostalgias pero asumiendo la melancolía que da el paso del tiempo, sabedor de que "uno muere cuando no tiene fuerzas para salvar un amor" (pág. 126), o de que, tal vez, "morir es dejar de escribir".