Hombre sin nombre
Suso de Toro
15 junio, 2006 02:00Suso de Toro
Ignoro si para colaborar en el recuerdo de los setenta años del más lóbrego episodio de nuestra historia contemporánea -aireado recientemente con profusión-, numerosas novelas acerca de la guerra civil han ido apareciendo durante los últimos meses, en dura competencia con los relatos de templarios y de enigmas medievales que invaden los escaparates, las pantallas y las mentes de lectores desprevenidos.
Hombre sin nombre es la historia de un niño gallego que manifiesta muy pronto síntomas de crueldad implacable. Al llegar la guerra civil se alista en un grupo de Falange y, además de combatir en diversos frentes, forma parte de los grupos de "paseadores" y asesinos que cometen desmanes sin cuento. Participa en la División Azul y, de nuevo en España, arrastra una vida de la que sabemos poco, siempre quejoso porque el nuevo régimen no ha compensado suficientemente sus esfuerzos en pro de la "limpieza" étnica e ideológica del país. Pero la historia se narra de forma discontinua y con diversas modalidades: monólogos interiores del personaje, ya casi centenario, recluido en un hospital, diálogos intermitentes -demasiado premiosos y reiterativos al comienzo- con Nano, el compañero de habitación, o con la extraña mujer que lo visita con el pretexto de unas indagaciones sobre ciertos personajes compostelanos del pasado. El antiguo falangista tiene una historia tenebrosa de violaciones, crímenes y actos violentos de todo género, sin que se perciban en él signos de arrepentimiento. Se comprende que el autor ha querido dibujar una especie de demonio con figura humana, un ser malvado sin fisuras, y el relato de algunos de sus asesinatos, ya en la segunda parte de la novela, hace de él una reproducción corregida y aumentada de Pascual Duarte. Esta maldad sin matices, unida a la pertenencia a un bando político y subrayada por la truculencia de algunas evocaciones, es acaso lo más discutible del personaje, que resulta más plano de lo que sería deseable, pese a ciertas escenas ricas de matices, como la muerte del hermano o la conversación con el cura. El anciano compañero de habitación y la mujer son tipos desvaídos, y tanto el plan del hijo como la anagnórisis final resultan elementos artificiosos en el desenlace de la historia.
No es Hombre sin nombre un relato plenamente conseguido, aunque es innegable la destreza del escritor, que sólo en contadas ocasiones se quiebra: en el uso reiterado de "suspiración" por "espiración" (19, 113), en el de "gomina" en unos años en que el término era "fijador" o "fijapelo" (368), en el innecesario "culpabilizar" por "culpar" (351), en la adopción de modas idiomáticas rechazables, como la construcción "¿sabes qué?" por "¿sabes una cosa?'"(199, 219, 379). Pero estos son deslices de escasa monta. Lo que más erosiona el conjunto es su titubeante planteamiento, con diálogos muy mejorables, y el artificioso final, cuya necesidad, como la de otros varios pasajes de la novela, no se advierte en absoluto.