Image: Lo puro y lo impuro

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Novela

Lo puro y lo impuro

Colette

14 junio, 2007 02:00

Colette. Foto: Archivo

Trad. de Gabriel Hormaechea. Global Rhythm. Barcelona, 2007 147 páginas, 20 euros

Recuerdo haber leído que para Roberto Bolaño la imaginación no era en modo alguno imprescindible para escribir novelas, sino la memoria, pues la literatura se hace combinando recuerdos. También Colette confesaba con coquetería su absoluta incapacidad imaginativa, por lo que todas sus obras resultaban "fatalement autobiographiques". Al margen de sus novelas, que también lo son, algunos de sus libros más famosos responden a las pautas de la llamada "literatura del yo": tal es el caso de La maison de Claudine y de Mes apprentisages. A medio camino entre ambas autobiografías Colette comenzaba a escribir un proyecto de novela que cuajaría en un libro de reflexiones y semblanzas publicado en 1932 con el título de Ces plaisirs. Finalmente, en 1941 le restituiría el primer título en que había pensado, y con él aparece en esta excelente traducción que posibilitará el encuentro de los lectores hispánicos con una de las obras fundamentales y casi desconocidas de Colette.

Resulta un tanto asombroso cómo aquella provinciana de Borgoña, que a los 20 años se unió a un periodista bon vivant cuya firma aparecerá al frente de toda una serie novelística protagonizada por Claudine, alter ego de la autora, pudo nutrir toda su escritura tan sólo de la substancia que su propia vida le proporcionaba, sin el concurso, si hemos de hacerle caso, de la invención. Bien es cierto que sus experiencias vitales fueron relativamente insólitas, y que la bisexualidad e inmoralismo de Colette, en un París que según ella reunía proustianamente a Sodoma y Gomorra, la hicieron protagonista de bizarros episodios de amor y desamor, de celos, imposturas y conspiraciones galantes y, sobre todo, le permitieron ser testigo de las suertes erráticas, con frecuencia culminadas con historiados suicidios, de individuos realmente peregrinos.

Esta última dimensión testimonial es la predominante en Lo puro y lo impuro. Colette, por su propia voz y con su propio nombre, dibuja un calidoscopio de ambientes y, sobre todo, una galería de personajes que ilustran un universo de transgresión cuyo referente más inmediato nos llevaría hasta Gide o Proust pero que no es más que herencia del decadentismo ya plasmado en 1884 por Huysmans en á rebours. Todos los personajes de Colette, algunos citados por su propio nombre como su amante la actriz Marguerite Moreno o la escritora Renée Vivien, otros velados tras sucintos seudónimos como madame Charlotte, la Chevalière, Amalia X. o Lucienne, parecen epígonos reales, de Jean Floressas Des Esseintes, y son como él unos verdaderos "idólatras de lo artificial". Unas veces es el escenario el que nos pone en contacto con semejantes figuras; así al comienzo de esta narración, empedrada de muy jugosos diálogos, que trascurre en un fumadero de opio parisino. Pero en otros casos todo el capítulo está centrado en un protagonista singular, como sucede con Puline Tarn que intentó reencarnar a Safo en el París de principios de siglo. Colette dedica también unas páginas magníficas al tema de un Don Juan misógino sobre el que, a raíz de una experiencia concreta con un casanova de carne y hueso, se propone escribir una pieza teatral, y son extraordinarias las que dedica a "una pareja de mujeres enamoradas", las legendarias "Ladies of Llangollen", Eleanor Butler y Sarah Ponsonby, que escandalizaron a la sociedad dieciochesca retirándose de por vida para compartir un amor que evolucionó del placer físico juvenil a una paradójica forma de virginal pureza. Porque para Colette, en términos que no dejan de resultar sorprendentes, "el libertinaje sáfico es el único inaceptable" (p. 102). Todo lo que en ella es reconocimiento admirativo de la relación homosexual entre hombres se torna reticencia hacia la mujer andrógina. En todo caso, Lo puro y lo impuro suple los alardes imaginativos con su descriptivismo característico, dotado de una sensibilidad minuciosa que hace cierta esta autodefinición del propio libro: "una contribución personal al tesoro del conocimiento de los sentidos" (p. 60). Y también confirma aquella otra paradoja con la que Cocteau definía a Colette: en ella la inocencia nace de su incapacidad para distinguir el bien del mal.