Novela

El narco consorte

Roberto Tejela

25 octubre, 2007 02:00

Roberto Tejela. Foto: Desiree Rubio

Lengua de Trapo. Madrid, 2007. 347 páginas. 20’80 euros

No es frecuente que los novelistas españoles tomen como marco de sus creaciones las tierras hispanoamericanas. Si dejamos aparte algunos relatos de aventuras de Vázquez Figueroa, o bien obras como las Crónicas mestizas de José María Merino, ciertas novelas de Armas Marcelo o títulos como Reina de América, de Nuria Amat, la plasmación artística de aquellos países se debe exclusivamente a sus grandes escritores. El narco consorte, de Roberto Tejela, es una excepción. Nos hallamos ante un escritor español (Madrid, 1953) -aunque con una dilatada residencia en Colombia- que ofrece una historia situada íntegramente en aquel país.

Pero no se trata de fijar sin más un ámbito geográfico. El extraordinario conocimiento del país que exhibe Tejela se traduce en un alud continuo de informaciones sobre aspectos diversos de la vida colombiana, con detalles a veces minuciosísimos que superan los de cualquier guía de viajes, por extensa que ésta pudiera ser: noticias sobre la coca, naturalmente, y las complejas operaciones que acompañan su cultivo, las múltiples modalidades de su elaboración posterior, su ocultamiento, el tráfico clandestino; datos acerca de los yacimientos de esmeraldas, las durísimas condiciones de quienes trabajan en la explotación de las minas, el mercado de piedras preciosas; costumbres, leyendas, giros idiomáticos -entreverados en los diálogos con tanta naturalidad como destreza-, paisajes, escenas de violencia urbana y de corruptelas diversas. El largo viaje que realizan Diego y Olga por diversas zonas de Colombia y que abarca casi la mitad de la novela (capítulos 3-6), sobrepasa, por el caudal de sus informaciones sobre lugares, paisajes y costumbres, todo lo esperable de cualquier relato de ficción. La narración es velocísima, como corresponde a una obra que sigue en buena medida las pautas de una novela de aventuras, y no tiene más puntos muertos que las digresiones pormenorizadas acerca de asuntos casi monográficos como la droga. El tiempo narrativo, de distribución un tanto irregular, puede alojar a lo largo de todo un capítulo unas pocas horas de viaje o resumir en apenas cinco páginas el período de siete meses que Diego dedica a su cura de desintoxicación, e incluso provocar una elipsis de cinco años en la historia, como sucede entre los capítulos 9 y 10.

Por las páginas de El narco consorte desfilan muchos personajes, aunque apenas abocetados en su mayoría. Con la excepción de Olga y algunos de los narcotraficantes del grupo, casi todos son siluetas fugaces. El interés principal del autor se ha cifrado en acumular datos e informaciones sobre Colombia -en verdad excesivos para una novela- más que en profundizar en la creación de tipos. Y aunque las noticias curiosas podrán interesar a muchos lectores, su demasía acerca peligrosamente la novela al puro reportaje y reduce su carácter estrictamente literario. El exceso de información es con frecuencia nocivo para el relato artístico, y a Tejela lo desborda a menudo el deseo de transmitir un entusiasmo de converso ante hechos, experiencias -muchas de ellas, sin duda, personales- y lugares deslumbrantes. Tampoco incrementa el nivel literario un lenguaje correcto pero demasiado plano, previsible y repleto de fórmulas fijas. Sólo en las primeras líneas de la novela leemos: "Atenazado por el sentimiento de culpa [...] Se enfundó unos pantalones vaqueros [...] una espesa capa de nubes [...] un viento frío se colaba por todas las rendijas [...] sus músculos, tensos como las cuerdas de una guitarra [...] preparó café bien cargado...". Muy a la pata la llana todo, sí. Esa circunstancia y el tono mixto de reportaje y relato de aventuras que tiene la historia atraerán a un buen número de lectores y la novela cumplirá así una de sus funciones esenciales: la de entretener y divertir. Pero el uso literario exige un esfuerzo mayor para apartarse de fórmulas trilladas y eludir lo esperable, lo que el automatismo del lenguaje induce a escribir en un primer momento.