Entre la parábola dantesca y la sátira despiadada contra el abuso del poder mediático, concebido como uno de los venenos de la sociedad de la información, se alza el contenido de Doce semanas del siglo XX. Entre una posición crítica frente a "la amenaza por la invasión del futuro" que rondó el cierre del siglo XX, y una visión críptica y descarnada de esa sociedad finisecular que avanza, por culpa de la visión que de ella exhiben los medios, "sin códigos morales". En ese paradójico ángulo se sitúa el punto de vista de este discurso narrativo, más próximo al escrito testimonial que a la ficción, aunque se sirva de un protagonista melvilleano (Juan Asterión, con cierto halo borgeano) y de un suceso anecdótico (una niña muerta) justificando la única posibilidad de denuncia en la fórmula esperpéntica aprendida en Valle.
Tal amalgama de propósitos se ofrece sobre una puesta en escena sencilla: un personaje desencantado de la gran ciudad se retira a "la vida de provincia" y, evitando mirar al mundo cara a cara, opta por atisbarlo obsesivamente a través de la prensa. Con tal fin, acude cada tarde al Círculo Mercantil, lugar al que asiste un periodista "de ideología secreta y despótica", capaz de todo por mantener el liderazgo de opinión que ocupa. La lectura de las noticias sirve para ir componiendo esa posición que busca justificar la impotencia inicial y la rabia final ante el disparatado escenario de nuestro tiempo. Frente a él no cabe sino esperar, y confiar en el poder de la imaginación ante el "aliento titánico de las rotativas".