Image: Sé que mi padre decía

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Novela

Sé que mi padre decía

Willy Uribe

3 julio, 2008 02:00

Willy Uribe. Foto: Archivo

El Andén. Barcelona, 2008. 166 páginas, 19 euros

Este escritor bilbaíno que publica ahora su segunda novela se ha acogido decididamente al patrón de los relatos pertenecientes a la llamada "serie negra". Sus ingredientes son fácilmente reconocibles: tipos oscuros y sin escrúpulos, asesinatos, chantajes, un mundillo repleto de pequeñas corruptelas a las que nadie parece inmune, algún sujeto poderoso que maneja desde la sombra los hilos de la trama e incluso el casi i-nevitable tipo femenino de la "femme fatale", representada aquí por la mexicana Irene, cuya ambición es decisiva en el desarrollo de los hechos.

La narración seca y cortante, podada de todo aquello que pudiera parecer ornamental, enfocada y desarrollada de tal modo que permite descubrir algunas claves de la historia para dejar otras en penumbra, recuerda sobre todo el modelo novelesco de Dashiell Hammett; pero de un Hammett sin Sam Spade, sin la presencia de ningún personaje incorruptible que deje a salvo la dignidad y la conciencia. éste es el primer aspecto llamativo que ofrece la novela de Willy Uribe (Bilbao, 1965). Aquí no hay buenos y malos, porque todos los tipos, principales o secundarios, se mueven y actúan sin más guía moral que sus oscuras pasiones o su propia ambición. El resultado, como suele ser frecuente en la novela negra, es un panorama turbio, el retrato gris de una sociedad en la que, hurgando un poco, asoma un subsuelo de malsana podredumbre. Y Willy Uribe delimita muy precisamente el marco topográfico de la historia. Es Bilbao y sus calles y lugares más conocidos -la Gran Vía, la Plaza Circular, la ría, Deusto, Basurto, la Plaza Nueva…-, junto con algunos pueblos cercanos. Un Bilbao actual, casi permanentemente azotado por la lluvia, del que, unos años antes, el narrador de la historia, Ismael Ochoa, había salido con el propósito de alistarse en la legión, despedido por las significativas y reprobatorias palabras de su padre: "He metido en esas cajas de ahí todas tus cosas, llévatelas a España, legionario de mierda" (p. 15). Más reveladoras aún son las palabras de Ismael -formuladas de acuerdo con los usos idiomáticos del "nacionalismo" más cerril- en que recuerda su salida de Bilbao: "Cuando llegó el tiempo de incorporarme a filas me fui a España y entré en la Legión" (p. 16). Actitudes semejantes son las del camarero del bar de Lekuona o el encargado del bar de Luis (convertido oportunamente en Koldo). Es un Bilbao donde resulta fácil hallar expertos en secuestros y asesinatos -con medios como las taquillas metálicas para el transporte de cadáveres-, acaso retirados o "dormidos" pero dispuestos a actuar cuando se les ofrece dinero, como Jon, un sujeto de pasado opaco aunque adivinable, que ha matado a varios hombres (p. 91) y que reside, apartado y semioculto, en Lekuona, donde algunos vecinos "sabían muy bien que en el segundo derecha de la calle Kanale vivía una pistola desarmada" (p. 100).

Este retablo de personajes fracasados, solitarios y agresivos deja apenas esbozados, pero con trazos de gran eficacia, algunos tipos secundarios, todos ellos con hechos inconfesables en su pasado, como el padre de Ismael, su vecina Txaro, Julen Jáuregui o el extremeño Soto. Y aunque algunas trayectorias personales concluyen aquí con la muerte de los individuos, la historia no acaba, en rigor -como no desaparece el mundo sometido al crimen, la venganza y la extorsión-, sino que deja a Ismael solo e inerme frente a sus nuevos enemigos, cuya actitud rencorosa y destructiva al comprobar el fracaso de sus planes anuncia ulteriores acciones violentas más que probables.

En el panorama social esbozado por Willy Uribe, la tensión, la violencia y el enfrentamiento se han convertido en clima habitual. Por eso la novela termina sin que la historia se cierre. Uribe no ha llegado a componer una parábola, pero sí una obra que trata de reflejar una realidad; y no por el hecho de novelar, disfrazándolos, hechos conocidos, sino por transmitir una mentalidad, un ambiente y un espíritu colectivos impregnados de la historia más reciente. La literatura recupera así, en buena medida, una de sus funciones primordiales.