Image: Ojos que no ven

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Novela

Ojos que no ven

J. A. González Sáinz

22 enero, 2010 01:00

J. A. González Sáinz

Anagrama. Barcelona, 2009. 154 páginas, 15 euros


Con su novela anterior, Volver al mundo (2003), J. A. González Sáinz (Soria, 1956) demostró con creces su capacidad para crear orbes literarios complejos vinculados a la actualidad, al tiempo que asentaba motivos temáticos que en esta nueva obra persisten, convertidos en signos de un estilo narrativo ya reconocible. Ojos que no ven aborda un problema peculiar de la emigración interior. Felipe Díaz Carrión, sin empleo por quiebra de la pequeña imprenta en que trabajaba y con un pequeño huerto que apenas le permite sobrevivir, abandona con su mujer, Asun, y sus dos hijos el campo castellano para buscar mejores condiciones de vida en una empresa industrial guipuzcoana.

Allí, en un ambiente hosco y enrarecido por la violencia terrorista y el rechazo ambiental, su mujer y su hijo mayor se distancian progresivamente de él para acercarse a los grupos independentistas más radicales del lugar, hasta el punto de que Asun es elegida concejala "por un partido del que todo el mundo sabía lo que había que saber" (p. 73). Rota la convivencia, Felipe regresará a su lugar de origen, donde aún le aguardará la amarga noticia de la detención de su hijo mayor, convertido en pistolero fanático y autor de varios asesinatos.

En el fondo, el meollo de la historia no es muy diferente de la que servía de sustento a Volver al mundo, los personajes y los conflictos ideológicos de aquella novela se hayan reducido aquí a cuatro individuos y al problema del terrorismo de ETA, merced a una depuración que acerca la narración a los confines de la más desnuda tragedia. Pero también aquí Felipe, como hacía Miguel en Volver al mundo, retorna a sus orígenes, donde parece encontrar la única salvación en un paisaje que representa la autenticidad y el hábitat adecuado en que se alojan las relaciones verdaderas, ajenas a la perversión del lenguaje que ha envilecido la convivencia y los ideales en otros lugares. Y también aquí la historia se narra mediante una analepsis, desde la situación última de Felipe, reincorporado a su hábitat rural. En este punto es donde flaquea la construcción de la novela. Los tres primeros capítulos narran los recorridos del solitario Felipe desde su casa hasta la huerta, con atención pormenorizada a los elementos paisajísticos sobriamente enumerados.

Pero luego, al comienzo de la segunda parte (capítulos 12-14), tras la etapa en el País Vasco -excelentemente narrada-, se reanudan las caminatas del personaje por los mismos lugares reiterando, incluso literalmente, las caracterizaciones paisajísticas del comienzo. Compruébese: "En total, desde el recio portón con aldaba de bronce de su casa del arrabal hasta la puertecilla de caronchada madera gris […] no serían mucho más allá de los cuatro kilómetros" (p. 23). Y más adelante (p. 89): "En total, desde la puertecilla de caronchada madera gris hasta el recio portón con aldaba de bronce de su casa del arrabal, no eran mucho más allá de los cuatro kilómetros". Hay muchos más casos. Véanse los párrafos sobre los alimoches en las páginas 20 y 91, y confróntense otros de las páginas 18 y 93, 20 y 91, o, ya fuera de la descripción, 27-70, 39-40 y 56-57.

Para decir que el paisaje reencontrado permanece inmutable no era necesaria la reproducción literal de las acuñaciones verbales, y los capítulos iniciales de una u otra parte exigían cambios, como algunos deslices de otra índole. Parece extraño que un padre piense en su hijo como "el fruto nacido de sus entrañas" (p. 108), y en la frase "el tiempo se había ido volviendo de pronto tormentoso" (p. 15), el significado de la forma adverbial "de pronto" es incompatible con el carácter durativo de la perífrasis verbal. Hay usos poco recomendables, como "su mujer transcurría muchas tardes con sus amistades" (p. 43) y algunos anacolutos (pp. 26, 30, 35, 85) que exigían corrección.