Image: Lo que me queda por vivir

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Novela

Lo que me queda por vivir

Elvira Lindo

17 septiembre, 2010 02:00

Elvira Lindo. Foto: José E. Ferrer

Barcelona. Seix Barral, 2010. 269 páginas, 18 euros


La propia Elvira Lindo (Cádiz, 1962) señala, a propósito de esta obra, que es la historia de "una mujer a la que conozco muy bien, porque se da un aire a mí, acompañada por una criatura a la que conozco bien, porque está inspirada en mi propio hijo". No hay, pues, que llamarse a engaño. Esta mujer separada, con un hijo, casada en segundas nupcias, que ha trabajado en la radio y ha escrito guiones para programas televisivos, no es propiamente un personaje de ficción. Ni siquiera cabe interpretar Lo que me queda por vivir como una novela en clave, de ésas que ofrecen al menos el interés de conjeturar qué hechos o seres reales se ocultan tras los personajes y sucesos de la historia. Aquí se tiene la impresión permanente de que, en este terreno -el de los datos de la historia-, la invención es mínima, de tal modo que el lector recorre en estas páginas un libro de memorias más que una novela.

Naturalmente, cada novelista es libre de decidir cuánto de su experiencia personal y autobiográfica desea trasladar al mundo ficcional, qué dosis de confesión íntima inyecta en la obra, a sabiendas de que, si el grado de correspondencia con la realidad es muy elevado, el interés literario del producto resultante -porque el plano humano o sentimental y el artístico son diferentes- no radicará tanto en lo relatado como en su tratamiento, en la selección de lo evocado, en la forma de presentarlo, en la intensidad con que hechos privados e incluso minúsculos, rescatados de un rincón de la memoria personal, trascienden los confines de la mera anécdota y se elevan a estratos de mayor altura y de más vasto alcance.

En Lo que me queda por vivir esa intensidad necesaria, ese realce que debe emanar sobre todo de la profundidad psicológica con que se reviven los sucesos, se manifiesta en algunos pasajes, casi siempre referidos a la relación entre la madre y el niño, pero decae en otros, con personajes verídicos aunque previsibles y cercanos al tópico, como la tía. Las peripecias seleccionadas -de la infancia, de la adolescencia desnortada, de los amoríos juveniles- tienen escaso relieve o son repetitivas (el capítulo tercero puede ser un buen ejemplo de alargamientos innecesarios), además de crear ciertos desequilibrios en el interior de la obra. Y el lenguaje, dejando aparte el registro coloquial, que es el punto fuerte de la autora -recuérdese, sin más, la novela Una palabra tuya-, resulta a menudo demasiado plano, con frases trabajosas ("Un deseo inconsciente ha trabajado por mí y ha borrado los años de enfermedad", p. 41; "mi madre tenía una idea de mi presencia más centrada en lo sentimental que no por ello alteraba menos mi impresionable mente infantil", p. 182; "mis ojos de entonces, los de mis veinticinco años, la consideraban atractiva", p. 12), con usos pálidos ("deseos imperiosos", p. 12; "una admiración [...] que se disipaba rápido", p. 183) o rechazables: prefijos parasitarios ("se autoconvencen de que...", p. 499), usos preposicionales erróneos ("habría [...] en la determinación a arrimarme a sus pisadas...", p. 139); "el futuro se fue acercando a una lentitud insoportable", p. 266; "esa mujer va a morir en menos de diez años", p. 131).

Otras veces, los símiles son tan rebuscados que al lector le resulta difícil identificarlos en su experiencia: "Intuye que soy como una de esas personas que aun corriendo el peligro de escaparse por un tiempo de esa historia común en que todos están entrelazados volverán a casa antes del anochecer" (p. 129). Es precisamente esta escasa armonía entre los sentimientos evocados, de indudable autenticidad, y el lenguaje demasiado a ras de tierra que los transforma en materia escrita, lo que mantiene la obra de Elvira Lindo más cerca de las memorias que de la creación novelesca.