Novela

El cerco

Ismail Kadaré

8 octubre, 2010 02:00

Ismail Kadaré. Foto: Miguel Riopa

Traduc. de R. Sánchez Lizarralde. Alianza. 393 pp., 19 euros


El reconocimiento internacional del escritor albanés Ismail Kadaré, no por merecido menos sorprendente, justifica la extraordinaria atención que los editores españoles han prestado y siguen prestando a su obra. La "Biblioteca Kadaré" se enriquece ahora con una novela escrita en los años sesenta. Publicada allí como La fortaleza, la traducción francesa de 1972 rescató el título original de Les tambours de la pluie. Con él salió en español dos años después por obra de Juan José del Solar. Dos decenios más tarde Kadaré le restituyó todo lo que la censura de Enver Hoxha había tachado, y ahora Ramón Sánchez Lizarralde vuelve a traducirla a partir de la versión definitiva procedente de la edición inglesa con el nuevo título de El cerco.

Kadaré es un reconocido escritor "nacional" en cuanto que gran parte de su obra narrativa se dedica a recrear los momentos históricos decisivos de su pequeño país balcánico, en la marca que representó durante siglos un perenne campo de batalla contra los turcos, el bastión de Europa. La mayor parte de su producción está dedicada a la contemporaneidad: la lucha contra el fascismo, la ruptura de la Albania comunista con la U.R.S.S. primero y con China después, y, finalmente, la caída del régimen de Enver Hoxha. Pero otra novela suya de 1986, traducida al francés con el título Qui a ramené Doruntine?, trata del periodo pre-otomano, como también la que ahora nos ocupa, dedicada a reflejar la resistencia numantina con que los albaneses, liderados por Jorge Castriota (o Scanderbeg, sobre el que Mel Gibson planeó hacer una película), resistieron durante un cuarto de siglo los asedios anuales con que el mayor ejército del momento intentó infructuosamente apoderarse de la ciudad de Kruja.

Lo sorprendente del planteamiento de Kadaré aquí es la perspectiva adoptada, que no es la de los albaneses sino la de los turcos. Y dentro de éstos, la elección de las figuras centrales, los personajes "reflectores" por decirlo al modo de Henry James, desde los que enfoca la narración en tercera persona (breves intercapítulos impresos en cursiva ofrecen por el contrario la visión de un anónimo defensor de la fortaleza). No es el comandante en jefe, Ungurlu Tursun, al que el sultán Murat II he encomendado una campaña en la que le va la vida, pues está caído en desgracia. El badijá, imbuido de la prepotencia de su poderío militar, lo intenta todo: el asalto tradicional de sus azapes, jenízaros, dalkeliches y camucos; el trueno de la artillería que inaugura, a las puertas del Renacimiento; la nueva guerra; la estrategia de las minas para vencer las murallas; la destrucción del acueducto secreto que da de beber a los sitiados; las estrategias psicológicas que poco después tan bien supo aprovechar Cortés contra Moctezuma; incluso la guerra bacteriológica mediante la introducción de la peste a través de ratas. Pero fracasa ante la tozudez heroica de los albaneses a los que al fin y a la postre salvan los tambores de la lluvia otoñal, heraldos del suicido de Tursun.

Al badijá le rodea un consejo de imperantes señores de la guerra, pero también una cohorte de funcionarios que no mueren, como aquellos, en el campo de batalla, sino que dominan la retaguardia: el fundidor de cañones Saruya, el arquitecto Kafir, el médico Siri Selim, el muftí, el cabalista, el comandante de ingenieros, el escribano del consejo, el oniromante, a todos los cuales atiende sin que ninguno le muestre el camino cierto de la victoria. De entre todos ellos, dos destacan sobremanera. En primer lugar, y con evidente fundamento metanarrativo, está Mevla Chelebi, el cronista oficial, que deambula por el campamento y el campo de batalla sin entender casi nada de lo que está pasando, obsesionado tan solo por la retórica de su futura descripción, y que cuando la furia bélica arrecia se pone a buen recaudo con otros desertores en las galerías de una mina. Pero el auténtico protagonista, el verdadero héroe -o antihérore, por decirlo justamente- es el intendente general, que ve la guerra como una cuestión de bastimentos, medicinas, bocas que alimentar y cadáveres que enterrar; que le expone al cronista toda una teoría del genocidio, de la "aniquilación de un pueblo entero" (página 180) más difícil de lo que parece incluso en el caso de un país pequeño, y que lo escandaliza al sugerir, cuando el fracaso es inminente, la solución de una alianza otomano-balcánica.