Novela

Orquídeas negras

Juan Bolea

8 octubre, 2010 02:00

Espasa. Madrid, 2010. 253 páginas, 12 euros


Al periodista y escritor gaditano Juan Bolea (1959) se le deben ya una decena de novelas, entre ellas tres de corte policíaco en las que ha creado y ha ido desarrollando su peculiar personaje de investigador, la subinspectora Martina de Santos, correlato, en cierto modo, de la Petra Delicado de Alicia Giménez Bartlett. Orquídeas negras no pertenece a esa serie, si bien reproduce esquemas reconocibles del thriller norteamericano. La historia, situada en medio del paisaje abrupto de la isla de El Hierro, reproduce la falsilla de la famosa novela de James M. Cain El cartero siempre llama dos veces (The Postman Always Rings Twice), llevada al cine por Tay Garnett (1946) y por Bob Rafelson (1981), sin contar con la adaptación libre hecha por Visconti en Ossessione (1943). El caso de la mujer joven que planea con su amante deshacerse de un marido despótico que le dobla la edad ha tenido, con numerosas variantes, una gran irradiación, patente en obras cinematográficas de éxito, como Body Heat (1981), de Lawrence Kasdan.

Aquí, el incauto es Ricardo Dax, un joven vulcanólogo que, profundamente dolorido por la muerte accidental de su novia, acepta un trabajo en El Hierro, que le obliga a vivir en soledad y en condiciones ásperas. La femme fatale es una joven de oscuro pasado, casada con Leo Cosmo, un despótico y excéntrico director de cine medio retirado, pintado con trazos gruesos, que recuerda inevitablemente esos personajes de seres altivos acostumbrados a pisotear a los demás y víctimas de su propia soberbia que encarnó Orson Welles en algunos de sus personajes (Kane, Arkadin, Quinlan, etc) y que son ya parte de la historia del cine.

Todo en Orquídeas negras es, en efecto, muy cinematográfico, también desmedido. Incluso el tipo de cine que ha cultivado Cosmo hace pensar en Paul Naschy. Las propias reflexiones de Dax delatan la presencia de modelos fílmicos: "Todo lo que estaba sucediendo [...] parecía obedecer, más que a la realidad, a una sucesión de fantásticas secuencias cinematográficas" (p 115). Es difícil aceptar la coherencia de los personajes y sus acciones. La brutalidad de Cosmo es impostada y demasiado truculenta. Por lo que se refiere a la súbita atracción de Puerto sobre el vulcanólogo, sólo reside en las afirmaciones de la voz narrativa -si hay que creer en ella-, porque el personaje carece de la perversa capacidad de seducir con que Lana Turner envolvía a John Garfield o Jessica Lange a Jack Nicholson en las dos versiones cinematográficas de El cartero siempre llama dos veces.

Algunas acertadas notas descriptivas que sugieren la correlación entre el carácter abrupto del paisaje y los sentimientos primitivos de los personajes cuentan entre los logros más notables de la novela. Pero el énfasis expresivo hincha algunos diálogos con la acumulación de adjetivos antepuestos: "Una prehistórica especie de reptil adaptado a la hostil naturaleza de su más remota isla" (p. 148). Todo en la aparición de Cosmo y su primera entrevista con Dax destila retórica de estirpe cinematográfica; es superficial, previsible, sin la novedad esperable en una creación narrativa de naturaleza verbal. Y las secuencias finales, donde se pretende llevar al límite las posibilidades de la novela negra, o de películas como Body Heat, con una precipitada sucesión de sorpresas, surgen también del capricho -el del autor, claro está, perfectamente legítimo- y no de la concatenación lógica de los hechos anteriores. También el lenguaje exhibe pequeñas flaquezas: erróneos usos verbales ("pronto, la silueta de la isla hubo desaparecido tras una capa de niebla", p. 8), redundancias ("descartaba por completo que...", p. 13) o impropiedades léxicas, como la de meteorología ("se puso a llover. La meteorología no invitaba a continuar en el aire", p. 25). Orquídeas negras es como un thriller de serie B.