Image: Lo que sé de los hombrecillos

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Novela

Lo que sé de los hombrecillos

Juan José Millás

15 octubre, 2010 02:00

Juan José Millás. Foto: Quique García

Seix. Barcelona, 2010. 185 páginas, 17'50 euros


Una vez más, Juan José Millás (Valencia, 1946) atraviesa repetidamente las fronteras entre lo real y lo verosímil para componer un relato en el que la historia cede el paso a la parábola. Porque hay un plano "realista", por decirlo así, en la historia de este narrador, profesor universitario jubilado que arrastra un tercer matrimonio mortecino con otra profesora, y un estrato fantástico, en el que suceden todos los hechos que se producen al margen de esa relación conyugal: la aparición de unos diminutos hombrecillos que surgen de cualquier rincón y que entablan una relación secreta con el narrador. No una relación análoga a la de Gulliver con los liliputienses, como podría pensarse inicialmente, sobre todo cuando los hombrecillos rodean el cuerpo del adulto y lo recorren. Es algo completamente distinto que Millás, con distintas imágenes, ha ensayado en otras ocasiones: el individuo solitario que narra la historia ha ido poco a poco aislándose del mundo, cediendo su libertad personal y renunciando a costumbres, apetencias y modos de vida.

Con una existencia progresivamente amputada -de la que son indicios su alejamiento de las tareas profesionales, el enfriamiento de sus relaciones familiares y sociales o incluso su renuncia al tabaco-, el narrador ha ido acumulando en su interior una suma de frustraciones y deseos reprimidos, de tal modo que el hombrecillo que finalmente se le asigna, creado para ser su alter ego -en un desdoblamiento típico de Millás-, representa la posibilidad de llevar a cabo todas aquellas aspiraciones secretas, aquellos anhelos domeñados y ocultos, aquellas privaciones forzosas -desde la bebida o la ruptura del orden y la pulcritud del hogar hasta las fantasías sexuales, e incluso algunas graves y malignas tentaciones- que han constreñido durante años el desarrollo normal de su personalidad. Así, en el mundo imaginario de los hombrecillos, el narrador logra vivir durante una temporada con la suficiente intensidad para resarcirse de la insuficiencia de su existencia cotidiana y comprobar al mismo tiempo la validez de sus sueños más profundos.

Una parábola, pues, de nítido significado, que cabría extender y precisar aún más si el desdoblamiento entre el narrador y su yo íntimo se traslada a la dualidad autor/creador y se contrasta la vida rutinaria y sin interés del escritor -y no se olvide que el personaje de la novela colabora como articulista en un periódico- con la profundidad de sus creaciones imaginativas, en cuyo caso habría que pasar de la parábola al terreno de la alegoría (consciente o no, que ésa es otra cuestión). El simple hecho de poder enunciar esta posibilidad, que el narrador corrobora al confesar su deseo de "acceder a instancias ignotas de la realidad, columbrarlas al menos" (p. 128), indica que Millás ha rozado en esta ocasión, más que en otras, estratos de cierta profundidad en la psicología de su personaje, aunque la simplicidad de los datos ofrecidos y la elementalidad de muchas situaciones narradas puedan producir una falsa apariencia de trivialidad. La misma que provoca el uso de un lenguaje sin relieves, casi deliberadamente funcional -a pesar de algún arranque clásico: "Entrado que hubo en la vivienda…", p. 125-, con pocos deslices: consumir oxígeno "en cantidades industriales" (tópico desechable) no puede hacerse "a pequeños pero continuados sorbos por la boca" (p. 146), ya que el oxígeno, que sepamos, no es líquido. En "apareció la desolación, el desconsuelo, la tristeza…" (p.113), tantos sujetos exigían un verbo en plural. En la jerga universitaria, lo que se consigue en ciertas elecciones es un rectorado, no una "rectoría"(p. 95). Y no conviene abusar del vocablo "contexto" para decir que el olor a humo "acaba impregnando el contexto del fumador" (p. 80).