Novela

Segunda parte

Javier Montes

12 noviembre, 2010 01:00

Pre-Textos. 185 páginas, 16 e



Esta segunda novela de Javier Montes (Madrid, 1976) mantiene ciertas concomitancias con la anterior (Los penúltimos, 2008) en la relación temática con el mundo cinematográfico y en la indagación subyacente sobre la diferencia entre los estratos de la realidad y de la ficción. La historia que, en apariencia, ocupa el primer plano de la narración apenas tiene relieve: Miguel evoca la ausencia de su amante Rule, que ha viajado a Brasil y del que apenas tiene noticias, mientras atiende a un joven actor brasileño, Fred, recomendado por Rule para someterse a una prueba cinematográfica que le permita actuar en la película que prepara Patricia Lins, directora casi olvidada cuyos recuerdos íntimos permanecen anclados en los tiempos lejanos en que trató en Madrid al actor Farley Granger.

Durante buena parte de la novela, esta historia de escasa consistencia transcurre a lo largo de escenas anodinas, con una expresión a veces trabajosa, no por incapacidad del escritor, sino por el uso de una prosa elusiva -cuyo modelo remoto e incomparable podría situarse en Proust-, llena de meandros, con datos irrelevantes más propios de la reflexión que del relato: "Si seguía pensando se iba a acordar de otras cosas […] de las que ahora mismo, por suerte, no se acordaba. Pero que debían de ser muchas, porque sí que notaba su bulto sobre los hombros: la tropa de cosas no hechas, a punto de hacerse y que ya se acabarían haciendo" (p. 33). El asunto aparentemente central de la historia se ve desplazado, sin embargo -un poco tardíamente-, por la aparición de la excéntrica Patricia Lins, cuyo "bosque en el tejado" es un símbolo del aislamiento en que vive, y cuyo piso, con una parte que reproduce el decorado de una conocida película de Hitchcock, permite al lector entrever la auténtica dimensión psicológica -o tal vez patológica- de una mujer que trata ahora, mediante el vago propósito de rodar una improbable película con un actor muy parecido a Farley Granger, de recomponer un tiempo esfumado, unas ilusiones truncadas que no tuvieron jamás un soporte sólido salvo en la imaginación del personaje.

Empeño imposible, claro está, como subraya un viejo refrán que aquí no se menciona -pero al que se alude con el título- según el cual nunca segundas partes fueron buenas. La novela se convierte, así, en el drama de un alma frustrada y con un grave déficit afectivo, que se aferra a algo que pudo haber sido y no fue, lindante entre la realidad y el deseo -de ahí que se produjera en el ámbito cinematográfico, esa fábrica de sueños que parecen verdades- e imposible de reproducir, como todo lo pasado (ya que la historia de Patricia Lins arrastra inevitablemente una reflexión sobre el tiempo destructor).

Pero este rico motivo tarda mucho en configurarse. Antes de llegar al nudo del asunto hay muchas escenas innecesarias -como casi todo lo relativo a la boda que ocupa los dos capítulos iniciales-, que entorpecen el desarrollo del relato, de construcción imprecisa en su primera mitad. Sin contar con esa prosa a veces inadecuada narrativa- mente, en la que brillan algunas acuñaciones sorprendentes: "Hablaba un español sin huesos, aportuguesado" (p. 85); "el sol era ya sólo el borde de una moneda que se tragaba la sierra" (p. 97), visión cuyo origen publicitario se señala a renglón seguido. Y también conviene señalar a escritor tan cuidadoso algunos usos poco recomendables: "El tiempo no pasaba en la azotea como a pie de calle" (p. 102)."las antípodas del mundo" (p. 160).