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Todo es silencio
Manuel Rivas
19 noviembre, 2010 01:00Manuel Rivas. Foto: Roberto Cárdenas
Hay en todo esto numerosos recuerdos cinematográficos, de películas como Once Upon a Time in America (1984), de Sergio Leone, y, sobre todo, de Mystic River (2003), de Clint Eastwood, y ciertos recursos narrativos refuerzan esta impresión del relato en imágenes, como la composición del relato en breves secuencias aisladas, que ofrecen escenas no siempre hilvanadas cuya continuidad deberá restablecer el lector. Pero, por encima de otros ecos, el modelo más evidente de este modo de narrar está en el Valle-Inclán de Tirano Banderas y de algunos esperpentos. La conversación entre Barbeito y el doctor Fonseca en el capítulo XVI, por ejemplo, contiene pasajes de buscada grandilocuencia paródica que podrían figurar en algunas páginas valleinclanescas, y lo mismo podría decirse de algunos cierres de secuencia o escena con frases exclamativas de un personaje (pp. 41, 61, 97, 115, 215, 229, etc.), rasgo estilístico de idéntico origen.
Por otra parte, Rivas es un excelente prosista, capaz de encontrar la expresión nueva e inesperada que sorprende al lector: "En el pasillo, el viento metía ráfagas de luz prendidas de las cortinas" (p. 46). O este ejemplo de imagen surgida del marco de la acción: sobre la mesa de una casa de la costa hay "una botella expósita" que "tiene por el ecuador la marca del vino tinto, la línea seca de una marea" (p. 106); los establecimientos de alterne "eran en su mayoría lugares cutres y siniestros, con una arquitectura depresiva que supuraba pus de neón" (p. 200). También, en medio de estos hallazgos, se desliza alguna adjetivación inapropiada ("aquel automóvil que sube la cuesta con una calma alevosa", p. 43) que no empaña la calidad del conjunto.
Sin duda, el prosista se halla aquí por encima del novelista, como acreditan numerosos toques paisajísticos y la caracterización ambiental, pero en la construcción narrativa sí se echa de menos un diseño psicológico más acabado de algunos personajes, como Leda y Fins -en cuyo interior adivinamos recovecos aquí eludidos-, así como mayor claridad en algunas secuencias de los capítulos postreros y en el perfil de tipos que se acumulan sin estar suficientemente delimitados, como Gamboa, Mendoza o Rocha, frente a otros que, siendo episódicos, resultan más nítidos para el lector, como Barbeito o Fonseca. Pero, aunque esta mezcla de drama y esperpento no alcance el equilibrio deseable, es preciso destacar el interés del asunto -que la literatura narrativa española debería acometer con más frecuencia- y el acierto del autor al huir de planteamientos convencionales que podrían haber acercado peligrosamente el relato a una historia truculenta de buenos y malos.