Image: El hogar infinito

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Novela

El hogar infinito

Álvaro Gutiérrez

25 enero, 2013 01:00

Álvaro Gutiérrez

451 Editores. Madrid, 2012. 292 páginas, 16'50 euros


No tengo noticias de Álvaro Gutiérrez, salvo el hecho de que con esta novela comienza su carrera literaria. Es un novel, sí, pero, por fortuna, un novel que tiene algo que decir en torno a un asunto que parece conocer bien: la vida de los indigentes, de las gentes que, por distintas circunstancias, han hecho de la calle su hogar y duermen en las aceras, protegidos por cartones y junto a sus escasos enseres, o se refugian en portales, pasos subterráneos, parques solitarios y cajeros para resguardarse del frío. Es el mundo de los desamparados, al que poquísimas veces se acerca la literatura, salvo para extraer de él algún personaje episódico sin integrarlo en el meollo de la obra. En 2011 -por citar una excepción reciente-, Emma Cohen rozó con más voluntad que acierto este asunto en su novela Ese vago resplandor. Aquí, Álvaro Gutiérrez se sumerge de lleno en él: todos los personajes pertenecen al ámbito de los seres desvalidos y miserables, e incluso el relato es el conjunto de anotaciones que uno de ellos va escribiendo a ratos y de forma discontinua -en breves capítulos donde alternan, sin sujeción a una cronología rigurosa, reflexiones, noticias y recuerdos- en una vieja libreta heredada de otro indigente fallecido, apodado el Marqués. El improvisado cronista cursó estudios de secundaria (p. 28), estuvo casado y tiene una hija de la que nada ha vuelto a saber, como confiesa a los entrevistadores de la televisión (p. 149).

Este narrador convive o mantiene encuentros ocasionales con otros sujetos que han elegido también vivir en la calle o se han visto forzados a ello, como el Ruso -que es en realidad un polaco inmigrado, notable músico de jazz-, el Blablá, el Marqués, la Lagartija, Miro, el Sweet, el Piojo, el antiguo militar, personajes con historias desdichadas -que incluyen familias rotas, alcoholismo, perturbaciones mentales- a los que la calle «había podrido por dentro» (p. 97), casi todos ellos delineados con eficacia. Como fondo se insinúan sin veladuras distintos motivos que a veces acompañan la vida de la calle: el hambre, el frío, la prostitución infantil, cierto acoso por parte de las autoridades, a raíz de las protestas de vecinos impacientes, las sádicas agresiones que sufren algunos indigentes a manos de grupos violentos y brutales de jóvenes, los brotes de solidaridad surgidos en medio de la desgracia.

El narrador cuenta, por lo general, sin circunloquios, en un relato escueto y directo que deja algunas frases a medias -como en el habla coloquial-, cortadas por puntos suspensivos, renunciando a detalles que el lector podrá completar. Su relativa ilustración -como la del Marqués- explica sus comentarios acerca de algunas obras de teatro (de Beckett, de Arrabal) a las que asiste agazapado en la parte alta del edificio. A pesar de todo, acaso hubiera convenido podar algunas expresiones demasiado cultas de su discurso, cuando el autor se impone al personaje y lo desplaza: "Las salas de espera me resultan entes vacíos […] Cuán distinto a aquello" (p. 138). Y hay algunas contradicciones. Si el personaje dice "encima mío" (p. 256) no parece congruente que, unas líneas más adelante, diga que su agresor "retoma las patadas" (por ‘reanuda, repite'). Y parece excesivo que el Ruso, con su español recién aprendido, sea capaz de afirmar, por mucha que sea su capacidad para asimilar idiomas, que el olfato es el sentido "de la curiosidad, la perspicacia, la indagación. Si se me apura, hasta el del fisgoneo" (p. 53). O que la vieja adivina hable de "indagar en el devenir de mi propia existencia" (p. 232). Estos pequeños lunares no reducen, sin embargo, el interés de El hogar infinito, primera botadura de un navío que debería garantizar futuras navegaciones.