Image: Los adelantados

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Novela

Los adelantados

Rafael Sender

19 julio, 2013 02:00

Rafael Sender

Mondadori. Barcelona, 2013, 153 páginas, 22 euros


La historia que ha compuesto Rafael Sender (Lérida, 1950) en Los adelantados es, a pesar de su deliberado fragmentarismo y del vaivén cronológico de las acciones, de fácil síntesis: desde la atalaya de una edad avanzada -aunque este detalle se escamotea al comienzo-, un personaje va hilvanando recuerdos de su vida en torno a varios motivos recurrentes: un padre que se esfuma el mismo día de la boda y reaparece años más tarde, veranos en un pueblecito, comportamientos familiares sobre los que planean los recuerdos de la guerra civil, estudios en Madrid y Barcelona, un par de noviazgos a la postre infructuosos… Dicho de otro modo: la estructura de la historia es la de un libro de memorias liberado de la disposición que la secuencia temporal de los hechos parece exigir.

Por otra parte, el narrador selecciona y alarga algunas etapas -esencialmente, las referidas a la infancia y a la adolescencia- y pasa de puntillas sobre otras, e incluso las omite, como las que encierran la vida adulta del personaje, al que súbitamente descubrimos en el otoño de su vida evocando sus lejanos lances de pesca en el río o sus primeros sobresaltos amorosos. La obra recoge, pues, más o menos transformados, unos recuerdos de infancia y de mocedad -recuérdense los títulos clásicos de Unamuno y de Ernest Renan- y, en este sentido, su originalidad es muy escasa, y su atractivo reside en la acertada adopción, en muchos momentos, del punto de vista infantil ante los inexplicables misterios que parecen ocultar los mayores, y también, claro está, en la vivacidad que alcanzan los retratos de algunos personajes: el tío Carlos, el gigantesco Manolín, Santana, Corzo, Morales, Manos y los componentes del grupo llamado Los Novios -viejos amigos solteros que viven juntos en una original comuna-, que comparecen periódicamente según las idas y venidas del narrador y van poco a poco extinguiéndose con el tiempo.

Todo esto está bien contado, plagado de pequeños sucesos y anécdotas que brillan con el relieve que les proporciona la fuerza del recuerdo, porque, en efecto, el escritor adulto es capaz de transmigrar a la piel del adolescente evocado y reproducir su ángulo de visión con indudable fidelidad. Acaso la conexión entre ciertos episodios y las diferencias de intensidad en el tratamiento de unos y otros producen algunos desequilibrios en el conjunto, como si el relato fuera brotando a impulsos, sin atender apenas a la construcción de una estructura narrativa cerrada y obediente a un plan. Y, como Sender demuestra ser un prosista cuidadoso, convendrá señalar en su texto algunos usos idiomáticos mejorables: la haplolgía «anatemizar» (p. 24) por ‘anatematizar'; un pasado «deducimos» (p. 50) que debe ser ‘dedujimos'; la apócope rechazable «tan es así que…» (p. 149); un erróneo uso adverbial en «lo suficiente rico» (p. 104); un innecesario -aunque, ay, académico-«romance» (p. 113) por ‘idilio'; el giro regional «a la que + verbo» con valor temporal («a la que se ponía el sol», p. 95; «a la que cumplí los sesenta», p. 147). Una moda de tufillo anglómano, unida a la creencia de que las palabras largas y las esdrújulas son más elegantes, lleva a escribir «la práctica totalidad de los chicos» (p. 64), «la práctica totalidad de varones» (p. 121) en lugar de ‘casi todos', o «la práctica totalidad de la pensión» (p. 150) por ‘casi toda'. Pequeñas erosiones, sí, pero evitables.