Poesía

El cielo

Manuel Vilas

17 mayo, 2000 02:00

DVD poesía. Barcelona, 2000. 72 páginas, 1.300 pesetas

El más reciente libro de poemas de Manuel Vilas tiene menos que ver con sus anteriores libros de poemas -El rumor de las llamas (1990), El mal gobierno (1993) y Las arenas de Libia (1998)- que con su novela Dos años felices (1996) y con los artículos reunidos en La región intermedia (1999). Como en estas dos últimas obras, el texto se pone en boca de un narrador que tiene mucho de autobiográfico y mucho de a ratos bien humorada y a ratos exasperada caricatura.

El protagonista de los poemas de El cielo parece una contrafigura de Barnabooth, aquel millonario suramericano que paseaba su tedio por las capitales del viejo mundo: "¡Europa!, satisfaces los apetitos ilimitados / del saber, y los apetitos de la carne, / y los del estómago, y los apetitos / indecibles y más que imperiosos de los Poetas, / y todo el orgullo del Infierno."

Como el heterónimo de Valery Larbaud, el protagonista de El cielo también es un solitario que viaja de un lugar a otro. Así comienzan algunos de los poemas: "Hice un viaje a Lourdes, Francia, en julio del noventa y ocho" ("Rosarios y navajas"), "Esta mañana he embarcado en el Ferry que va a la Gomera" ("Macbeth"), "Desde Brandeso-Estación, una mañana de julio, / viajé hacia Biarritz" ("Biarritz para un pobre"). Pero al contrario que los refinados periplos de Barnabooth, los suyos son de una vulgaridad extrema, una vulgaridad que lo prosaico de la expresión y la minuciosa insistencia en los detalles triviales trata de resaltar: "Cené en Mc Donald’s, porque en Lourdes hay Mc Donald’s,/ una buena hamburguesa con patatas fritas, y un vaso / de cocacola con hielo, treinta y cinco / francos, comí al lado de monjas, postulantes, novicias y creyentes".

Tras muchos de los poemas de El cielo se adivina algún texto ajeno tomado como punto de partida para la caricatura, aunque por lo general lo que se caricaturiza no es un poema concreto -de Juan Luis Panero, García Montero, Carlos Marzal-, sino una concepción de la poesía que ya ha sido caricaturizada por sus detractores y que concita raros odios: la poesía de corte meditativo y autobiográfico que rechaza los automatismos vanguardistas y que gusta más de utilizar una estilización de la lengua hablada que los estereotipos del dialecto convencionalmente literario. Sólo en algunos pocos casos el modelo que le sirve de partida a Manuel Vilas resulta claro: "Mallorca" reescribe, con deliberada torpeza, con voluntaria grosería, "París, postal del cielo", de Gil de Biedma. Por si el comienzo no fuera suficientemente significativo ("Yo también estuve en Mallorca", "también yo estuve en París"), uno de los versos hace explícita la relación: "yo sólo tengo lo justo para mandarte esta postal del cielo, como dijo otro poeta".

Parodia, exasperación y burla hay en los poemas de Manuel Vilas, pero también una desolación romántica que emerge por debajo de la banalidad, del deliberado mal gusto, del feísmo. La relación de El cielo con los anteriores libros de poemas del autor recuerda -salvando, claro, las distancias- la que existe entre la poesía más exaltada de Espronceda y la ironía, el realismo y las pretensiones trascendentales de El diablo mundo. Parece incluso que Manuel Vilas ha querido hacer con esta obra, respecto de la llamada "poesía de la experiencia", algo semejante a lo que Cervantes hizo con los libros de caballería: una sátira que acabara de una vez por todas con esa manera de entender la literatura. Pero Manuel Vilas parece satirizar menos una manera de hacer poesía que la idea que algunos poetas -que creen su sitio ocupado por García Montero o por Benítez Reyes- tienen de esa poesía.
El libro, escrito en un suelto estilo narrativo, en un versículo que gusta de enumeraciones y repeticiones, se lee con facilidad y una sonrisa ante muchas de las desaforadas peripecias eróticas de su protagonista; menos aceptable parece cuando el autor se pone sublime o cae -ocurre con cierta frecuencia- en el verbalismo.
El cielo tiene toda la apariencia de ser un experimento, una tentativa de escapar al callejón sin salida al que, según reiteran algunos críticos-poetas, ha llegado cierta poesía que no es la que ellos practican y que, en su opinión, les roba buena parte de la atención de los lectores.

Pero la poesía está siempre en un callejón sin salida: en el XVI, en el XIX, en el XX, todo lo han dicho ya los grandes poetas. Y todo está, entonces y ahora, por decir. Sólo hay que ser un verdadero poeta para poder decirlo. No basta con no querer ser epígono para no serlo: también hay epígonos a contrapelo, burlas que son formas amargas del elogio.