Image: Bajo la única noche

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Poesía

Bajo la única noche

Eduardo Calvo

17 enero, 2001 01:00

Pre-Textos. Valencia, 2000. 77 páginas, 1.350 pesetas

Bajo la única noche, tercer libro de Eduardo Calvo, nos muestra una poesía que es culturalismo de línea clara, de sintaxis sencilla, que no se pierde en pomposos jardines léxicos

Hace treinta años, en 1971, se publicó en Madrid una antología de poesía española última, tal era el subtítulo, Espejo del amor y de la muerte. Pretendía ser una réplica a otra antología que, pocos meses antes, había aparecido en Barcelona con gran polvareda polémica: Nueve novísimos poetas españoles, de José María Castellet. Una réplica o un complemento. La poesía joven tenía entonces -como siempre tiene- muchos nombres; los más avisados se apuntaron en seguida a la moda reciente, esteticismo y culturalismo, y buscaron un mentor ilustre para darse a conocer. Desde hacía un cuarto de siglo, el preferido de todos era Vicente Aleixandre. Espejo del amor y de la muerte se inicia con unas vaguedades suyas, horas de pensamiento y de sustancia crítica, según solía ser costumbre en el maestro: "Un poeta joven es un milagro ardiente de la realidad".

Treinta años después, ¿qué ha sido de aquellos jóvenes de 1971? Sólo dos de ellos alcanzaron muy pronto reconocimiento como poetas, y se han mantenido en la primera línea de la poesía española: Luis Antonio de Villena y Luis Alberto de Cuenca, de origen común -poetas doblados de eruditos-, pero de trayectoria muy distinta.
Los otros tres nombres -Javier Lostalé, Eduardo Calvo y Ramón Mayrata- han seguido una trayectoria más guadianesca, con pocas y espaciadas publicaciones, sin que ninguno de sus libros posteriores parezca superar en resonancia a aquella su primera presentación en sociedad.

Bajo la única noche, tercer libro de Eduardo Calvo, nos muestra que su poesía, desde el desparramado culturalismo inicial (un culturalismo que no desdeñaba la cultura de masas: cine y comic) ha seguido una evolución en bastantes puntos coincidente con la de Luis Alberto de Cuenca. Sigue habiendo culturalismo, pero es un culturalismo de línea clara, de sintaxis sencilla, que no se pierde en pomposos jardines léxicos. Comienza el libro con "Crepúsculo de la gloria", un monólogo dramático que da el tono del conjunto: "No me arrepiento de los días/de entonces, de mis días./Del saqueo de las caravanas,/del sol en lo alto de los ojos,/de la emboscada y el degöello". La rebuscada erudición de antes, el juego de adivinanzas con el lector, ha desaparecido; el personaje que nos habla declara expresamente su nombre y condición: "Yo, Dimas, salteador y matarife,/devoto del cuchillo/y de la luna,/me veo amarrado a la romana/cruz".

Eduardo Calvo, con sobria palabra, recrea mitos clásicos, habla de Apolo y de Ulises, de las musas y de Proserpina; un famoso verso de Virgilio, que los tratados de poética suelen citar como ejemplo de hipálage, le sirve de lema: "Ibant obscuri sola sub note per umbram". La lectura que Calvo hace de la tradición clásica, su manera de entremezclar historia y vida, le debe mucho a Borges. En algunos casos esa deuda resalta especialmente. En la técnica enumerativa de un poema como "Jerusalén", por ejemplo: "Eres la casa de mis padres,/tapiz donde se cruzan/figuras de gentiles. /Eres el placer/de un libro de conjuros./Eres una cierva joven/que huye ante la brusca zarza/en llamas".

No menos evidente resulta el magisterio borgiano en los sonetos, algo titubeantes, con versos flojos ("ilumina los inciertos pedazos"), como primerizos ejercicios de taller literario. En el titulado "Flandes" hay un distante eco del Manuel Machado que nos habla de la guerra -humo y sangre- que baña "de rojo el holandés cielo plomizo": "Lo que quise soñar: mi desventura,/mi horizonte, mi amparo, mi fortuna,/el acero en la garganta de la luna,/mi tumba y tu memoria, mi natura./Eres morir tan lejos de mi España,/entre sangrientas sombras, entre amigos,/con los dioses mejores por testigos/de mi error, de mi empeño, de mi hazaña". Un eco muy distante, ciertamente. Con un bolero y un tango, recuerdo de la sensibilidad camp de los iniciales años setenta, se atreve también el poeta. Más conseguido resulta el segundo, que se acoge a una cita de Discépolo: "Aunque no venga la vida/a quebrarte/ni haya quien quiera engañarte,/aunque no crezca la herida/o la afrenta / al final de otra noche perdida..."
No falta quien se queje de la excesiva atención que antólogos y críticos prestan a la poesía joven. Hay una razón para ello: a los veinte años, incluso detrás de un mal libro puede estar un buen poeta. A los cincuenta, en cambio, no basta con publicar un libro simplemente correcto, con hacer bien -o ni siquiera eso- lo que otros han hecho mejor. A los veinte años la moneda está en el aire. A los cincuenta ya ha caído cara o cruz.