Poesía

Obras Completas, III Pablo Neruda

7 febrero, 2001 01:00

Edición de Hernán Loyola. prólogo de Joaquín Marco. Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 2001. 1067 páginas, 6.800 pesetas

La voz personal de Neruda se siente siempre en este volumen para neutralizar con nostalgia heridas pasadas y pesadumbres presentes

C on el presente volumen va camino de cerrarse, con un cuarto (Nerudiana dispersa, 1915-1973), la magna edición de las Obras Completas de Pablo Neruda. Por seguir las vías del tópico y del gusto más generalizado, podíamos comenzar señalando que en este volumen no nos vamos a encontrar con los que reconocemos como los grandes libros de Neruda. No por ello dejaremos de valorar cuanto en estas obras del tomo III hay de tenacidad y de deseos de renovación, en unos años en los que la crisis ideológica, la enfermedad y la muerte llamaban a las puertas del poeta. Son tiempos también de grandes honores: el premio Nobel, la embajada de su país en París, el homenaje nacional que le rinde Chile. Pero la lucha contra la edad y los cambios ideológicos ("La hora de Praga me cayó/como una piedra en la cabeza"), fueron acaso los factores que llevaron al poeta de Isla Negra a seguir investigando y abriendo nuevos caminos literarios en su obra y en esta etapa que va de Arte de pájaros (1966) a El mar y las campanas (1973).
Estamos también reparando en libros que el lector español avisado o devoto del poeta pudo descubrir en su día en las ediciones que adelantaron Lumen y Seix Barral. Acababa de morir Neruda y sus libros últimos e inéditos invadieron a nuestros lectores con una profusión que ya hubiésemos deseado en otros años. Una de las muchas ventajas de este volumen es que permite esa lectura reposada y global que en su día no pudimos tener. Y es también, en esta valiosa lectura, donde de nuevo volvemos a apreciar las "tonalidades" nerudianas: fértil retórica, maestría verbal, testimonio más o menos panfletario, y ese apacible lirismo de nuevo cuño en libros muy bellos, como Jardín de Invierno.
Un libro muy significativo, dentro de esta etapa final, siempre en transformación, es Fin de mundo, a cuya presentación por el poeta, en Italia, pude acudir en 1972. Recogí entonces en Revista de Occidente una entrevista que grabé en Milán, con el Neruda de aquellos días, y que ponía ya de relieve, muchas veces al sesgo, esas tensiones líricas renovadoras y esos desconciertos sociales finales. Afortunadamente, para el poeta se abría una nueva vía en el tono apocalíptico de este Fin de mundo, obra a la que pensaba darle otro título que luego descartó: Juicio final. El discurso ecológico diluía el discurso político, lo sustituía, dejaba entrever al Neruda cósmico -el más grande-, y preludiaba el lirismo puro de los libros finales.
A la manera de una nueva recopilación de odas escribe el poeta su Arte de pájaros, rescatando especies y palabras nuevas para los lectores de este lado del Atlántico, y fijando ese carácter monográfico en otro tema siempre obsesivo en él: la mar. También pudimos los lectores españoles disfrutar en su día de la edición que en 1966 Lumen publicó de Una casa en la arena, con las 36 fotografías de Larraín. Es, otra vez, el Neruda desbordado en poemas en prosa, que se hace preguntas frente a la inmensidad marina y que busca sosiego, lejos de las ideas, acompañado de ese sereno amor de madurez que fue el de Matilde Urrutia, ya destinataria de los excelentes Cien sonetos de amor.
Yendo de un libro al otro y de un poema a otro de este copioso volumen, siempre vuelven a deslumbrarnos dos temas: la presencia de esa naturaleza como en ebullición que rara vez se había dado en la poesía universal y, desde luego, nunca antes en la poesía española. Alturas de Macchu Picchu, Las flores del Punitaqui o El gran océano -esas cimas únicas- son, sí, poemarios que no están aquí, pero en cada uno de los 19 libros recogidos en este tomo vuelve a aparecer esa presencia de la naturaleza con unas tenacidad y, a la vez, con una frescura que siempre sorprende. Es la presencia del lirismo nerudiano, libre de la intensidad juvenil desbordada de los Veinte poemas..., pero remansado en el intimismo y en la brevedad de la sabiduría final. Por otro lado, aunque la forma también se remansa en esta etapa, siempre está presente la segunda característica del mejor Neruda: la de su riqueza verbal, la de su capacidad metafórica e imaginativa para renovar, con vocablos frescos, el mundo y el ser interior.
Joaquín Marco, prologuista de esta edición, desvela muy bien y en profundidad todas las claves formales y de contenido de esta variadísima y sugestiva etapa de la obra de Neruda. Las notas al texto de Hernán Loyola, siempre exhaustivas, iluminan los poemas y sus múltiples circunstancias. La Barcarola, Las manos del día, Las piedras del cielo, El corazón amarillo o El mar y las campanas, son bellos títulos que encierran, aquí y allá, no menos bellos poemas y versos restallantes. Siempre la voz personal de Neruda se siente en este volumen para neutralizar con nostalgia heridas pasadas y pesadumbres presentes.
Amor a la naturaleza y amor pasión funden los contrarios que en este poeta a veces son tremendos. La historia y sus sobresaltos le perseguirán hasta su último suspiro: hasta el Chile de septiembre de 1973. El tiempo dirá, está diciendo ya, lo que supuso aquel tiempo. Nos queda la palabra del poeta para leer en la historia y en la intrahistoria, en lo que queda y en lo que pasa. Más allá de esta labor decantadora, que el tiempo impondrá, el hondo lirismo nerudiano se abre paso caudaloso en este tercer volumen, entre los peñascos y las selvas de la temporalidad, como uno de los ríos de su América. En él brilla, como en los restantes volúmenes, la pulcritud y la oportunidad de esta edición total que tiene en Nicanor Vélez a su mágico cuidador.