Image: Puntos de fuga

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Poesía

Puntos de fuga

LORENZO OLIVÁN

21 marzo, 2001 01:00

Premio Loewe. Visor. Madrid, 2001. 89 páginas, 800 pesetas

En 1988, por las mismas fechas en que obtenía Juan Luis Panero, con cierto escándalo, el primer premio Loewe, publicaba un adolescente Lorenzo Oliván sus dos primeras entregas: los poemas amorosos de Entorno tuyo y las brillantes greguerías de Cuatro trazos. El nuevo escritor tenía muy claros quiénes eran sus maestros -Juan Ramón Jiménez y Ramón Gómez de la Serna-, y que no hay literatura que merezca la pena sin pasión y sin imaginación.
Eran años en que los mejores de entre los más jóvenes mostraban sus preferencias por una poesía urbana, coloquial, con toques de humor y malditismo, de costumbrismo y metafísica (o lo que en poesía se llama "metafísica", a menudo poco más que borrosas vaguedades sobre el paso del tiempo o cualquier otro tema eterno). Lorenzo Oliván escribía a la contra: cuidaba el ritmo, no desdeñaba las estrofas clásicas (ni siquiera el calumniado soneto), insistía en el valor de la metáfora, hablaba del campo y del mar, del amor y la infancia, y por eso quienes aspiran, con encomiable tenacidad, a marcar la moda joven, han solido dejarle de lado en sus razonadas antologías. Contribuía a ello el que, tras Cuatro trazos, insistiera Oliván en el género, que desde el principio supo hacer propio con maestría inolvidable, de la greguería y el aforismo lírico. Incluso en algún momento pudo temer que el éxito de libros como La eterna novedad del mundo o El mundo hecho pedazos oscureciera el valor de su poesía. Pero si ya resultaba difícil no tenerla en cuanta tras la publicación, en 1995, de único norte y Visiones y revisiones, tras la aparición de su último libro resultará imposible.

Lo primero que destaca de Puntos de fuga es una cualidad que no se suele subrayar en las obras poéticas: se trata de un libro cortés con el lector, colorista a la vez que hondo, variado sin dispersarse, un libro para los ojos y para los oídos, para la inteligencia y para el corazón.

Lorenzo Oliván piensa con los ojos, reflexiona con imágenes, no con conceptos. En las realidades más comunes acierta a ver lo que nadie había visto antes que él, lo que nadie, después de leerle, podrá dejar de ver.
Puntos de fuga, escrito a lo largo de un lustro, es un libro que son muchos libros. Cada lector hará su propia selección. La poesía amorosa cuenta con aciertos que, a mi entender, pronto alcanzarán la categoría de clásicos, como el soneto "Centro" o las tres variaciones dedicadas a un tema tópico, la contemplación de la amante dormida, del que Oliván sabe extraer resonancias inéditas. Hay también apuntes de poesía viajera, aparentemente menor, con ejemplos tan excelentes como el primer poema, "Barrio judío", de la serie dedicada a Praga: "Este reloj no quiere/llegar al tiempo/al que el tiempo llegó/ hace ya mucho. En vano/ marcha hacia atrás huyendo/de la tragedia que ya ha acontecido".

Sabe Oliván que es la imagen ingeniosa y brillante lo que algunos más admiran de él, y cansado de esa imagen suya de mago de las imágenes, ha querido en este libro mostrarse profundo, crecido, sabio. Y lo consigue muy a menudo, pero no puede olvidar al niño que lleva dentro y escribe entonces "El guardián de sí mismo" que termina con "una sonora y muda carcajada" o "La mosca en el cristal", eutrapélica y kafkiana fábula sobre la terquedad de las moscas y los hombres. En otro poema, invita a levantar una piedra, con la misma curiosidad que en la infancia para descubrir paisajes imprevistos: "Ciudades diminutas en relieve,/laberintos de calles,/casas de extraños seres de tinieblas,/de la lombriz, del brillo, de la araña.../Si hay suerte, en blanco y negro, la película/vertiginosa de algún hormiguero,/siempre la misma y siempre diferente".

Poesía mayor y menor la de Puntos de fuga, como no podía ser de otra manera. No pretende Oliván ser siempre sublime, y en ello radica su mayor acierto, pero a veces, pocas veces, se pasa de sublime. En su esfuerzo por ser "metafísico", por aproximarse a una poesía del conocimiento, escribe poemas como "Un objeto a la luz", que no resiste una lectura medianamente atenta. Esta es su tesis: la luz permite ver las cosas, "pero si la luz crece,/llega al fin un momento/en que no existen planos,/superficies, volúmenes:/el objeto es la luz,/pues su opaca figura/se ha vuelto transparencia". Y el poema termina con dos versos que compendian su doctrina: "Quién pudiera mirar/de igual modo las cosas". No parece difícil hacer realidad ese deseo: fácil resulta mirar y no ver las cosas por exceso de luz, pero lo mismo se consigue más cómodamente cerrando los ojos.

Los defectos de un poeta son la otra cara de sus virtudes. Las caídas de este libro cumplen la función de acentuar sus logros, de permitirnos vislumbrar sus secretos engranajes. Oliván acierta cuando deja que las imágenes hablen por sí solas, cuando no les pone un corolario conceptual. Y qué llenos de inolvidables aciertos están estos Puntos de fuga: ese poema sobre el tiempo, "La tormenta de arena", que no menciona la palabra tiempo; la rotunda "Manzana" que al final nos muestra su calavera como en un bodegón minimalista de Luis Fernández; o el poema con que termina el libro, "Ciudad de nadie", que habla de esa estrafalaria ciudad en la que concluyen todos los puntos de fuga.

Centro

Tocar tu mano y no sentir el hueso

frío que desde dentro ahora la mueve,

sólo la piel caliente, el roce leve

de una carne hecha espíritu, sin peso;

morder luego tus labios, y en el beso

quitarle al cráneo que hay detrás relieve,

y a la nuca dureza, y que la breve

vida parezca eterna en el proceso.

Cerrarte en un paréntesis de brazos

donde no cabe el mundo, ver que rota

mi ser alrededor de tus caderas,

romper con lo exterior todos los lazos,

y entrar en una realidad ignota,

que es sólo un centro en donde no hay afueras.