Image: Ángel González, Otoños y otras luces

Image: Ángel González, Otoños y otras luces

Poesía

Ángel González, Otoños y otras luces

2 mayo, 2001 02:00

Ángel González (Oviedo, 1925) es quizás el poeta en activo más leído y admirado. Poeta de verso metafísico en ocasiones, humorístico a menudo, chistoso a veces, inteligente y emocionante siempre, estos días llega a las librerías su nuevo libro, Otoños y otras luces (Tusquets), tal vez el más hondo y sobresaliente de los suyos. De él, y de otras cosas, charlamos con él en su refugio de Albuquerque. EL CULTURAL ofrece hoy a sus lectores varios poemas del nuevo libro, cuya publicación es, sin duda, el acontecimiento poético de la temporada.




Casi invierno

Alamedas desnudas,
mi amor se vino al suelo.
Verdes vuelos, velados
por el leve amarillo
de la melancolía,
grandes hojas de luz,
días caídos
de un otoño abatido por el viento.

¿Y me preguntas hoy por qué estoy triste?

De los álamos vengo.

Viejo tapiz

Todo el mundo era pobre en aquel tiempo,
todos entretejían
sin saberlo
-a veces sonreían-
los hilos de tristeza
que formaban la trama de la vida
(inconsistente tela, pero
qué estambre terco, la esperanza).
Unas hebras
de amor doraban
un extremo de aquel tapiz sombrío
en el que yo era un niño que corría
no sé de qué o hacia dónde,
tan vez hacia el espacio luminoso
que urdían incansables
las obstinadas manos amorosas.

Nunca llegué a esa luz.

Cuando iba a alcanzarla,
el tiempo, más veloz,
ya la había apagado con su pátina.

Versos amebeos
I
Hay mañanas en las que no me atrevo a abrir el cajón de la mesa de noche
por temor a encontrar la pistola con la que debería pegarme un tiro.
últimamente las noches me mantienen literalmente en vilo,
y los amaneceres se me echan encima como perros furiosos,
arrancándome pedazos de mí mismo,
buscándome con saña el corazón.
La luz no hace más que enfurecer a esos perros enloquecidos
que no son exactamente las mañanas,
sino lo que ellas alumbran o provocan:
la memoria de dientes amarillos,
el remordimiento de fauces rencorosas,
el miedo de letal aliento gélido.

Hay mañanas que no deberían amanecer nunca
para que la luz no despierte lo que estaba dormido,
lo que estaría mejor dormido
y aún en el sueño vela, acosa, hiere.

II

He aquí que, tras la noche,
llegas, día.
Golpea hoy con tu gran aldaba de luz mi pecho,
entra con todo tu espacio azul en mi corazón ensombrecido.
Que levanten el vuelo los pájaros dormidos en mi alma,
que llenen con su alegre griterío la mañana del mundo,
de mi mundo cerrado
los domingos y fiestas de guardar
secretos indecibles.

Hágase hoy en mí tu transparencia,
sea yo en tu claridad.
Y todo vuelva a ser igual que entonces,
cuando tu llegada
no era el final del sueño,
sino su deslumbrante epifanía.

Estampa de invierno

Mientras yo en mi yacija como es debido yazgo
arropado en las mantas y las evocaciones
de días más luminosos y clementes,
por no sé qué resquicio de mi ventana entra
un cuchillo de frío,
un gris galgo de frío
que se afana en mis huesos con furia roedora.

No es de ahora, ese frío.
Viene desde muy lejos:
de otras calles vacías y lluviosas,
de remotas estancias en penumbra
pobladas sólo por suspiros,
de sótanos sombríos
en cuyos muros reverbera el miedo.

(En un lugar distante,
trizó una bala
el luminoso espejo de aquel sueño,
y alguien gritaba aquí, a tu lado.
Amanecía.)

No.
No está desajustada la ventana;
la que está desquiciada es mi memoria.

Pronóstico

Mañana
las temperaturas más altas
apenas llegarán a los quince
años que cumplirás un día de éstos.
Tiempo inseguro,
dicen los pronósticos,
con toda la razón del mundo en marzo.
Tristemente nublados al Oeste,
los vientos soplarán del Sur, aviesos,
malas noticias a la policía.
Probable es que su aliento te levante
el ruedo de la falda,
y ya veremos.

Este cielo

El brillo del crepúsculo,
llamarada del día
que proclama que el día ha terminado
cuando aún es de día.

El acorde final que,
resonante,
dice el fin de la música
mientras la música se oye todavía.

Este cielo de otoño,
su imagen remansada en mis pupilas,
piadosa moratoria que la tarde concede
a la débil penumbra que aún me habita.

Luz de otoño

Abrimos al azar áspero mundo, su primer libro, publicado en 1956, hace casi medio siglo: "El otoño cruzaba/las colinas de débiles/ temblores..." Sí, ya estaba ahí el otoño con su luces, y el desánimo y la precisión verbal y la sabia retórica en voz baja. Pocos poetas tan fieles a sí mismos como ángel González. Ha seguido el consejo de Ricardo Reis: para ser grande, ha sido entero, ha puesto cuanto era en lo mínimo que hacía. Ni siquiera renunció, cuando tantos parecían avergonzarse de ello, a su pasado de poeta social.


Devoto de Juan Ramón, devoto de Machado, ángel González le ha pedido a la inteligencia el nombre exacto de las cosas y al corazón el temblor emocional que vuelve a las palabras verdaderas. Grave y burlón, comprometido y risueño, maestro y compañero de farra, no ha tenido inconveniente en condescender con ese pariente menor del talento que es el ingenio, ni en recurrir al chiste fácil cuando la ocasión lo requería. Más que un poeta inspirado, lo que suena un poco a lira y naftalina, ha querido ser un poeta ocurrente: el que dice la palabra precisa en el momento justo.

Los últimos poemas de ángel González son como sus primeros poemas: desesperados y bienhumorados, desconsolados y lúcidos, nocturno desahogo y paciente artesanía. Poemas nuevos y viejos, poemas de amor y despedida, luces de otoño, flores de sangre y de papel.

ángel González, ingeniero de sílabas y silencios, cantante de boleros, amigo abierto a todas horas, aquí sigue, como siempre y para gozo de todos, palabra sobre palabra, entre Oviedo y Albuquerque, indiano que regresa sin haberse ido. En sus versos, viejos y nuevos, hay lluvias de infancia, cielos de Madrid, soles de otro mundo; hay años, libros, vida; hay muertos que no es posible matar y amores que matan y resucitan. En sus versos el mundo envejece con nosotros y vuelve a ser adolescente en los ojos que nos miran y miramos con amor.